Todas las rosas blancas de la luna caían…

Autor. Juan Ramón Jiménez

Todas las rosas blancas de la luna caían,
por la ventana abierta, en el cuerpo desnudo…
Mirando aquellas carnes blandas que florecían,
hundido entre mis sueños, yo estaba absorto y mudo.
¡Oh su sexo con luna! ¡Esencia indefinible
de su sexo con luna! Hervían los blancores
de la carne, y el rostro, perdido en lo invisible
de la penumbra, lánguido, cerraba sus colores.
Era el enervamiento del dolor… Y cual una
rosa de treinta años, opulenta y desierta,
el cuerpo blanco se elevaba hacia la luna
frío, espectral, azul, como una pompa muerta…

El Nilometro: Una antigua estructura utilizada para medir el nivel del río Nilo

Cada año en el verano el río Nilo comienza a subir, y como consecuencia el agua desborda sus bancos y los depósitos se vierten en la llanura inundando los alrededores. Es esta inundación anual que hace que la tierra sea fértil permitiendo que sea cultivable y exista la civilización. Desde los tiempos antiguos, los egipcios dependían de las inundaciones del Nilo y su retorno regular para su sustento. Pero la inundación era impredecible.

Mientras que una inundación moderada era una parte vital del ciclo agrícola, el exceso de agua de la inundación era desastroso, ya que arrasaba las cosechas y gran parte de la infraestructura construida en la llanura de la inundación. Si el nivel del río no conseguía elevarse, causaba sequía y hambruna. La inundación también jugó un papel político y administrativo importante, ya que se utilizó la calidad de la cosecha del año para determinar el monto del impuesto a pagar. Por tanto, los egipcios comenzaron medir el nivel de agua del Nilo con el fin de predecir la cosecha.

El Nilometro en la isla Elefantina. Los peldaños conducen al Nilo, mientras que las marcas de cortes horizontales en las paredes (a la izquierda de los peldaños) registraron las alturas de inundaciones anteriores. Imagen: Szabolcs Gebauer

Al principio, estos registros eran poco más que las marcas en la orilla del río, pero más tarde se utilizaron como marcadores escaleras, pilares, pozos y otras estructuras llamadas nilometros se construyeron. El sacerdote real supervisaba el nivel del río en el día a día y se mantenía registros. Era su deber de anunciar la llegada esperada de la inundación del verano, o la falta de el. La capacidad de predecir el volumen de la próxima inundación se convirtió en parte de la mística del sacerdocio del Antiguo Egipto.

El diseño más simple del nilometro es una columna vertical sumergido en las aguas del río, con intervalos que indican la profundidad del agua. Más tarde, estas columnas comenzaron a ser alojado en el interior de estructuras de piedra elaboradas y ornamentadas. Uno de estos nilometros todavía se puede ver en la isla de Rhoda en el centro de El Cairo. Aunque este nilometro fue construido en 861AD, este fue construido en un terreno de un ejemplar anteriores.

Otro nilometro de importancia histórica radica en la isla de Elefantina en Asuán, que consisten en un tramo de escaleras que conducen al agua, con marcas de profundidad a lo largo de las paredes. Elefantina marcó la frontera sur de Egipto, por lo que fue el primer lugar donde se detectó el inicio de la inundación anual.

El diseño más elaborado involucro un canal o alcantarilla que conducía desde la orilla del río, a menudo corriendo una distancia considerable, y luego alimentando un pozo, tanque o cisterna. Estos pozos Nilometro se encuentran con mayor frecuencia en los confines de los templos, donde se les permitió el acceso sólo a los sacerdotes y gobernantes. Un ejemplo particularmente fino de un nilometro se puede ver en el templo de Kom Ombo, al norte de Asuán.

Los antiguos nilometros egipcios continuaron siendo utilizado por civilizaciones posteriores hasta el siglo 20, cuando la construcción de las presas de Asuán puso fin a la inundación anual del Nilo, la prestación de los nilometros ahora es obsoleto.

 

El Nilometro en la Isla Rhoda en El Cairo Imagen: John Kannenberg

El nilometro en la isla de Rhoda se compone de una sola columna con marcas en su cuerpo. Imagen:David Stanley

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Preludio de soledad

Autor: Jorge Rojas

Vagaré bajo la sombra y las estrellas
que conocen mi frente y sus desvelos,
contaré como pétalos sus rayos
sin pedir al azar su vaticinio.
Quiero con mis pisadas
recorrer hacia atrás,
horas que se quedaron extasiadas
en el reloj que el sol eternizaba,
y repetir: ¡Dios mío! ¡Cuántos nombres!
Criaturas, norte, sur, sólo viento y ceniza,
ebrios itinerarios que extraviaron mis brújulas.
Hay algo indefinible entre el follaje,
un olor de mujer que no regresa.
Ya las palabras no tienen el deleite del labio,
se borran en el aire como saetas de humo,
caen en la hojarasca
ajenas a su rumbo y su herida.
En una escondida copa,
el alma ha guardado todas las caricias
y cuando la luna me alarga los brazos
por sobre los senderos
y no encuentro a nadie vivo
acerco sus bordes a mi sed.
Sin olvidar que un gran silencio
soporta otros silencios,
y así se levanta la torre
donde habitó la soledad.

Plenilunio

Autora: Cristina Peri Rossi

Por cada mujer
que muere en ti
majestuosa
digna
malva
una mujer
nace en plenilunio
para los placeres solitarios
de la imaginación traductora.
“Diáspora” 1976

Aquellos dias con Gabo en Estocolmo

Plinio Apuleyo Mendoza recuerda las noches irreales y la fiesta continua que significo la entrega del Premio Nobel, en diciembre de 1982.

Un homenaje a Gabriel García Màrquez, hoy estarìa cumpliendo 90 años

Si vuelvo la mirada a los días que vivimos al lado de García Márquez en Suecia, cuando recibió el Premio Nobel de Literatura, encuentro en primera instancia las postales asociadas a la llegada de quienes viajamos desde París. Veo el ala del avión navegando en el luminoso crepúsculo invernal de las dos de la tarde. No hay nubes. Veo abajo los fiordos de Suecia recortándose como trozos de rompecabezas en un resplandeciente mar de cobalto. Veo la luz, una luz increíble, que toma de sesgo aquel dormido paisaje de aguas, pinos, y abedules, tallándolo minuciosamente con un fastuoso resplandor ocre.

Más tarde, desde la limusina que nos conduce al hotel, veo por primera vez la ciudad, Estocolmo, brillante como un témpano en el aire glacial, mordida aquí y allá por el agua violeta del Báltico, alzando con tranquilidad sus cúpulas en el atardecer. Veo niños vestidos de rojo patinando en un estanque de hielo. Veo el Gran Hotel, su vasta fachada con banderas ondeando en lo alto. Veo pasillos alfombrados de púrpura; una suite amplia como recámara real, sus altas ventanas mirando a la noche nórdica. Veo finas tajadas de salmón ahumado y rodajas de limón en una bandeja, botellas de champaña enfriándose en un cubo de metal, y rosas sobre floreros de porcelana. Veo en la sala a Gabo y a Mercedes. Plácidos, despreocupados, parecen ajenos por completo a aquel ceremonial de coronación que se le avecina

Ahora encuentro de nuevo en el hotel los pasillos alfombrados de rojo. Han transcurrido desde nuestra llegada ocho días fulgurantes; y todo termina hoy. Son las seis de la mañana. Todavía latiéndome en las sienes las cumbias y vallenatos de la última fiesta, busco en aquel laberinto de pasillos y puertas iguales un camino hacia mi cuarto, cuando me encuentro con una sorprendente aparición: cinco muchachas rubias, vestidas con vaporosas túnicas blancas, avanzan hacia mí cantando. En la cabeza llevan coronas doradas con velas encendidas. Caminan lentas y etéreas como en un sueño, y sus voces muy limpias cantando en italiano Santa Lucía evocan el coro de una iglesia.

Me explicarán después que se trata de un ritual repetido todos los años por la misma fecha: el 13 de diciembre, día de santa Lucía, todo Estocolmo es despertado por muchachas como las que he visto. Es también el día en el que los Nobel, agotados por ocho días de ceremonias, cenas y cocteles, regresan a casa.

Apenas abro la puerta de mi cuarto, sé que aquella imagen de las rubias muchachas vestidas de blanco y con velas encendidas en la cabeza, avanzando hacia mí como en un sueño, me hará saber que el baile de Cenicienta ha terminado: la carroza será de nuevo calabaza; los caballos, simples ratones.

En efecto, la fiesta que hemos vivido a lo largo de ocho días se esfumará de la misma manera mágica y repentina como ha surgido. Los vestíbulos se llenarán de maletas, aviones con distintos rumbos se llevarán a los amigos, soplará un viento frío de nuevo sobre los leños fraternales que minutos antes ardían. Así que las cinco muchachas formarán la última postal de Suecia, del mismo modo que el ala del avión en el luminoso crepúsculo será la primera. Pero entre las dos, muchas otras abrirán en el memoria una lujosa baraja.

Testigos de otros tiempos

Las rosas amarillas. Mercedes las toma de un florero, quiebra delicadamente su tallo y se las va poniendo a los amigos de su esposo en la solapa del frac. “A ver, compadre”, me dice colocándome la mía. Conozco la razón secreta de ese ritual. Gabo y Mercedes creen como yo en la ‘pava’. Hemos vivido en Venezuela y sabemos que la ‘pava’, es decir la funesta asociación establecida en aquel país entre la mala suerte y todo lo que contenga un alarde de rebuscamiento, pretensión y mal gusto, existe.

Hay adornos, comportamientos, personajes y prendas que tienen ‘pava’. El frac, por ejemplo. Tal es el motivo de que Gabo haya decidido vestir en la ceremonia del Nobel el liquiliqui, un traje de tradición en Venezuela y en otros tiempos en todo el ámbito del Caribe, pero exótico en la Colombia del altiplano. De algodón, blanco y cerrado hasta el cuello con botones, el liquiliqui tiene un sobrio decoro, una resplandeciente simplicidad ajena al barroquismo pretencioso del frac: es, por lo tanto, una prenda de buen agüero, la ‘anti-pava’.

Son las tres de la tarde pero la noche tiñe ya de negro las ventanas. Y ahora, mientras en torno de nosotros hay una atmósfera de apresurados preparativos, los amigos de Gabo nos hemos ubicado para que se nos tome con él una fotografía, minutos antes de recibir el premio. Mercedes oficia también ese ritual. “Alfonso y Germán, al lado de Gabo”, ha dicho, refiriéndose a Alfonso Fuenmayor y a Germán Vargas, los más antiguos amigos de su marido.

La foto aquella me llegará una semana después a París, en un sobre. La guardo en un estante de mi casa, con esa especie de premonición taciturna que inspiran las cosas destinadas a sobrevivirnos. Para mí, quizá para todos, es la postal por excelencia de Estocolmo.

Mirada desprevenidamente, es la foto de un grupo de hombres y mujeres de diversas edades, vestidos de gala, en torno a García Márquez. En realidad, contiene toda una vida. Por descuido del fotógrafo, que no ha sabido elegir una perspectiva adecuada, Germán Vargas y Alfonso Fuenmayor apenas si se ven, pues están perdidos en el fondo del grupo. Si estuviese vivo, al lado de ellos debería aparecer Álvaro Cepeda: los tres forman parte de los tiempos de La Cueva. Aprisionado por un frac y con una rosa amarilla en la solapa, estaría diciendo palabrotas, como cada vez que estaba asustado. Diría barbariedades que nos habrían hecho reír. Con Álvaro, la foto habría sido más alegre.

Pero Álvaro está muerto. Sus restos reposan cerca de la antigua carretera que va a Puerto Colombia y Sabanilla, en un lugar que yo conozco bien. Tita, la viuda de Álvaro, está en la foto al lado de Gabo. Y a la derecha de ella, dos Álvaros, Álvaro Castaño y Álvaro Mutis, impecables en sus trajes de etiqueta. Ellos, mejor que nadie, podrían evocar los viejos tiempos de Gabo en Bogotá, cuando era reportero de El Espectador. Ellos y Gloria Valencia, la esposa de Álvaro Castaño, llegaron a ver al promisorio novelista en el reportero de manchados trajes oscuros y dedos amarillos de nicotina.

Para que el grupo de Bogotá fuese completo, falta en la foto Gonzalo Mallarino. No ha llegado a tiempo a la suite 208: quizá libra delante de un espejo una solitaria y rigurosa batalla con el corbatín del frac o los botones de la pechera. Es tan estrictamente bogotano que podría pasar por inglés. Si no existiese la atracción de los contrarios, uno podría preguntarse de dónde nació esta vieja amistad suya con Gabo. Estudiantes de derecho de la Universidad Nacional, representaban entonces -1948- dos polos opuestos: el bogotano de apellidos y camisas almidonadas, con la raya del pantalón impecable, y el costeño demacrado y bohemio, náufrago en aquel lúgubre mundo bogotano de cafés de madrugada, de calles de lluvia y cuartos de pensión. Pero ambos tenían una pasión común: la poesía. Se prestaban libros. Los libros que Gabo leía los domingos en los tranvías que daban la vuelta a la ciudad, mientras Gonzalo se sentaba en el estadio de fútbol entre los hinchas del equipo Santa Fe.

Aquel París de pobres

También invisible, al fondo del grupo, de espaldas a la ventana, está Hernán Vieco: su cabeza apenas se adivina detrás de Gloria Valencia de Castaño: Vieco, Tachia Quintana y yo provenimos de otro momento en la vida actual premio Nobel: su llegada a París en el cincuenta y tantos. ¿Tiempos duros? Así lo hemos dicho. En realidad yo no llego a evocarlos sino con impresiones alegres: música de Rafael Escalona y el humo y el rumor de fiestas en pisos siempre muy altos.

El nuestro, de entonces, era un París de pobres, de escaleras con olor a coliflores, de buhardillas, de salchichón y queso, de madrugadas de verano, cuando regresábamos a nuestros respectivos hoteles en la Rue Cujas, con revuelo de palomas en las calles desiertas y en el aire azul del alba una fragancia estival de melones maduros, de flores de castaño.

Vieco habría podido ser para Gabo sólo un amigo simpático y ocasional de entonces; un anfitrión generoso. En aquellas épocas su apartamento de la Rue Guénégaud era para nosotros el único lugar donde podíamos sacudirnos el frío de las calles. Había vino, calor y una guitarra siempre a mano. A medida que avanzaba la noche, la aptitud histriónica de Vieco accedía a notas delirantes. Sabía de memoria trozos de zarzuelas y todos los bambucos polvorientos que hacían suspirar a nuestras tías.

Pero el chisporroteante animador de las fiestas estaba doblado de un personaje más secreto: el paisa que había heredado de su mundo patriarcal un sentido muy profundo y sólido de la amistad. Fue él quien captó la situación apurada del Gabo de aquellos tiempos en toda su dimensión. Una madrugada, cuando al salir de una fiesta caminábamos por una calle del Barrio Latino, escribió sobre la capota de un carro estacionado en la calle un cheque y lo puso en el bolsillo de Gabo sin atender sus protestas. Y así éste pudo pagar un año de hotel que estaba debiendo.

Ahora Vieco se ha ubicado dócilmente detrás de todos. Y como es pequeño, nadie lo ve. El fotógrafo sueco dice unas palabras, que alguien traduce: “Que se junten más”. El grupo se hace más compacto. Jaime Castro (el y yo somos los únicos boyacenses del paseo) se acerca a Vieco y a Gloria Valencia de Castaño para dejarle campo a su derecha a Mauricio Vargas, el hijo de Germán.

Los amigos que le han quedado a Gabo de sus siete años en Barcelona y que han venido a Estocolmo (Carmen Balcells, Magda Oliver, los Feducci), se han visto obligados a colocarse contra las ventanas. Carmen, en particular, merecía en esta foto un lugar de primer plano. Con los años su porte se ha vuelto majestuoso y para los editores, terrorífico. Respira prosperidad y poder. Es el hada madrina de Gabo, la zarina de sus finanzas.

Delante de quienes nos hallamos de pie van colocándose, ahora de rodillas, como en las fotografías de un equipo de fútbol, el periodista español Ramón Chao, Pablo Leyva, Manuel y Marie-Claire de Andreis, Tachia y Charles Rossof, y tres familiares de Gabo: Gonzalo, su hijo menor; Eligio (Yiyo), su hermano, y la mujer de este, Miriam.

Ligera y alegre como un pájaro, Tachia Quintana vive estos días de Estocolmo como si estuviesen tejidos con las hebras de un sueño. Gabo la conoció en 1956. Amiga del poeta español Blas de Otero, Tachia resultó una mujer joven, generosa, entusiasta, dinámica, recién llegada de Bilbao. Aspiraba a abrirse paso en el teatro, y mientras esperaba su oportunidad de subir a las tablas trabajaba haciendo oficios domésticos. El Gabo que ella conoció entonces no era el escritor fuerte y seguro de hoy, sino un hombre ansioso, flaco, acorralado por París, que fumaba mucho y trabajaba de noche, sigilosamente, en una novela.

A lo largo de esta fiesta de Estocolmo solo habrá un momento en el que la alegría de Tachia, su vivacidad de gorrión, se quebrará en lágrimas. Ocurrirá dentro de tres horas, cuando todos los que en ese momento nos agrupamos ante un fotógrafo sueco estaremos sentados en la gran sala de banquetes del Ayuntamiento. Ocupando una larga mesa, reconocible por las flores amarillas en las solapas, seremos un islote de treinta colombianos en un océano de dos mil suecos vestidos de etiqueta.

Hasta la reina bate palmas

Alterando un protocolo tan antiguo como el Nobel, músicos y bailarines de Colombia, representativos de las diversas regiones del país, han ocupado con sus trajes multicolores la gran escalera de mármol que desciende al salón. Se han oído ya los tambores de la cumbia, los tiples del altiplano, el arpa y las maracas llaneras.Y ahora, sobre el golpe de la caja y la guacharaca, los acordeoneros hacen vibrar las notas de un vallenato.

Por casualidad, es el mismo vallenato que Gabo trajo a París, 25, 27 años atrás. El mismo de las madrugadas de entonces, y el humo, el vino, las risas, las voces de las épocas en que estábamos jóvenes, sin saber aún qué hacer de nuestras vidas nos son devueltos por un instante gracias a la historia de la señora de Patillal cuya nieta se fugó con un camionero.

Veo a Tachia que se muerde los labios y agacha la cabeza cubriéndose los ojos con la mano, mientras todo el mundo, incluyendo a la reina de Suecia, bate palmas. Solo Tachia y yo hemos visto pasar el ángel.

Y justo en ese momento estalla el flash del fotógrafo, encandilándonos.

Ahora debemos salir. Ahora hay un revuelo de sedas cuando las mujeres que estaban de rodillas se ponen de pie. El grupo se moviliza. Se abren las puertas de la suite de par en par. Enjambres de fotógrafos y camarógrafos aguardan fuera. Gabo y Mercedes salen seguidos por nosotros.

Chorros de luz nos envuelven y relámpagos de flashes nos estallan en la cara mientras bajamos por la vasta escalera hacia el hirviente vestíbulo del hotel. Suenan aplausos. Resplandecen en nuestras solapas rosas amarillas. En la calle, al otro lado de la puerta de vidrio del hotel, revolotean contra el fondo oscuro de la noche copos de nieve. Hay ramos de flores por todo lado. Figuras vestidas de etiqueta se apartan. La ceremonia de premiación, en otro lugar de la ciudad, empezará en 15 minutos.

A Gabo, que se encuentra a mi lado, se le cierra la cara de pronto. Yo sé, las antenas de mi ascendente Piscis han registrado su tensión repentina. Las flores, los flashes, las figuras de negro, la alfombra roja: quizá desde el remoto desierto donde se hallan enterrados, sus ancestros guajiros le están hablando. Quizá le dicen que las ceremonias de la gloria son iguales a las ceremonias de la muerte. Algo de esto, en todo caso, ha captado, porque mientras avanza entre los resplandores del magnesio y las figuras de etiqueta, lo oigo exclamar en una voz baja donde vibra una nota de repentino, alarmado, condolido asombro.

“¡Mierda, esto es como asistir uno a su propio entierro!”

PLINIO APULEYO MENDOZA
Especial para EL TIEMPO

MUSA TRAVIESA

Autor: José Martì

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¿Mi musa? Es un diablillo
Con alas de ángel.
¡Ah, musilla traviesa,
Qué vuelo trae!

Yo suelo, caballero
En sueños graves,
Cabalgar horas luengas
Sobre los aires.
Me entro en nubes rosadas,
Bajo a hondos mares,
Y en los senos eternos
Hago viajes.
Allí asisto a la inmensa
Boda inefable,
Y en los talleres huelgo
De la luz madre:
Y con ella es la oscura
Vida, radiante,
¡Y a mis ojos los antros
Son nidos de ángeles!
Al viajero del cielo
¿Qué el mundo frágil?
Pues ¿no saben los hombres
Qué encargo traen?
¡Rasgarse el bravo pecho,
Vaciar su sangre,
Y andar, andar heridos
Muy largo valle,
Roto el cuerpo en harapos,
Los pies en carne,
Hasta dar sonriendo
—¡No en tierra!—exánimes!
Y entonces sus talleres
La luz les abre.
Y ven lo que yo veo:
¿Qué el mundo frágil?
Seres hay de montaña,
Seres de valle,
Y seres de pantanos
Y lodazales.

De mis sueños desciendo,
Volando vanse,
Y en papel amarillo
Cuento el viaje.
Contándolo, me inunda
Un gozo grave: —
Y cual si el monte alegre,
Queriendo holgarse
Al alba enamorando
Con voces ágiles,
Sus hilillos sonoros
Desanudase,
Y salpicando riscos,
Labrando esmaltes,
Refrescando sedientas
Cálidas cauces,
Echáralos risueños
Por falda y valle,—
Así, al alba del alma
Regocijándose,
Mi espíritu encendido
Me echa a raudales
Por las mejillas secas
Lágrimas suaves.
Me siento, cual si en magno
Templo oficiase;
Cual si mi alma por mirra
Virtiese al aire;
Cual si en mi hombro surgieran
Fuerzas de Atlante;
Cual si el sol en mi seno
La luz fraguase: —
¡Y estallo, hiervo, vibro,
Alas me nacen!

Suavemente la puerta
Del cuarto se abre,
Y éntranse a él gozosos
Luz, risas, aire.
Al par da el sol en mi alma
Y en los cristales:
¡Por la puerta se ha entrado
Mi diablo ángel!
¿Qué fue de aquellos sueños,
De mi viaje,
Del papel amarillo,
Del llanto suave?
Cual si de mariposas
Tras gran combate
Volaran alas de oro
Por tierra y aire,
Así vuelan las hojas
Do cuento el trance
Hala acá el travesuelo
Mi paño árabe;
Allá monta en el lomo
De un incunable;
Un carcax con mis plumas
Un sí1ex persiguiendo
Vuelca un estante,
Y ¡allá ruedan por tierra
Versillos frágiles,
Brumosos pensadores,
Lópeos galanes!
De águilas diminutas
Puéblase el aire:
¡Son las ideas, que ascienden,
Rotas sus cárceles!

Del muro arranca, y cíñese,
Indio plumaje:
Aquella que me dieron
De oro brillante,
Pluma, a marcar nacida
Frentes infames,
De su caja de seda
Saca, y la blande:
Del sol a los requiebros
Brilla el plumaje,
Que baña en áureas tintas
Su audaz semblante.
De ambos lados el rubio
Cabello al aire,
A mí súbito viénese
A que lo abrace.
De beso en beso escala
Mi mesa frágil;
¡Oh, Jacob, mariposa,
Ismaelillo, árabe!
¿Qué ha de haber que me guste
Como mirarle
De entre polvo de libros
Surgir radiante,
Y, en vez de acero, verle
De pluma armarse,
Y buscar en mis brazo
Tregua al combate?
Venga, venga, Ismaelillo:
La mesa asalte,
Y por los anchos pliegues
Del paño árabe
En rota vergonzosa
Mis libros lance,
Y siéntese magnífico
Sobre el desastre,
Y muéstreme riendo,
Roto el encaje—
—¡Qué encaje no se rompe
En el combate!—
¡Su cuello, en que la risa
Gruesa onda hace!
Venga, y por cauce nuevo
Mi vida lance,
Y a mis manos la vieja
Péñola arranque,
¡ Y del vaso manchado
La tinta vacie!
¡Vaso puro de nácar:
Dame a que harte
Esta sed de pureza:
Los labios cánsame!
¿Son éstas que lo envuelven
Carnes, o nácares?
La risa, como en taza
De ónice árabe,
En su incólume seno
Bulle triunfante:
¡Hete aquí, hueso pálido,
Vivo y durable!
¡Hijo soy de mi hijo!
¡Él me rehace!

¡Pudiera yo, hijo mío,
Quebrando el arte
Universal, muriendo
Mis años dándote,
Envejecerte súbito,
La vida ahorrarte! —
Mas no: ¡que no verías
En horas graves
Entrar el sol al alma
Y a los cristales!
Hierva en tu seno puro
Risa sonante:
Rueden pliegues abajo
Libros exangües:
Sube, Jacob alegre,
La escala suave:
Ven, y de beso en beso
Mi mesa asaltes: —
¡Pues ésa es mi musilla,
Mi diablo ángel!
¡Ah, musilla traviesa,
Qué vuelo trae!

 

Arte: Angelika Kauffmann – Erato, the Muse of Lyric Poetry

CALLE DESCONOCIDA

Autor: Jorge Luis Borges

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Penumbra de la paloma
llamaron los hebreos a la iniciación de la tarde
cuando la sombra no entorpece los pasos
y la venida de la noche se advierte
como una música esperada y antigua,
como un grato declive.
En esa hora en que la luz
tiene una figura de arena,
di con una calle ignorada,
abierta en noble anchura de terraza,
cuyas cornisas y paredes mostraban
colores blandos como el mismo cielo
que conmovía el fondo.
Todo —la medianía de las casas,
las modestas balustradas y llamadores,
tal vez una esperanza de niña en los balconesentró
en mi vano corazón
con limpidez de lágrima.
Quizá esa hora de la tarde de plata
diera su ternura a la calle,
haciéndola tan real como un verso
olvidado y recuperado.
Sólo después reflexioné
que aquella calle de la tarde era ajena,
que toda casa es un candelabro
donde las vidas de los hombres arden
como velas aisladas,
que todo inmediato paso nuestro
camina sobre Gólgotas.

Hallazgo de la vida

Autor: César Vallejo

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 ¡Señores! Hoy es la primera vez que me doy cuenta de la presencia de la vida. ¡Señores! Ruego a ustedes dejarme libre un momento, para saborear esta emoción formidable, espontánea y reciente de la vida, que hoy, por la primera vez, me extasía y me hace dichoso hasta las lágrimas.
Mi gozo viene de lo inédito de mi emoción. Mi exultación viene de que antes no sentí la presencia de la vida. No la he sentido nunca. Miente quien diga que la he sentido. Miente y su mentira me hiere a tal punto que me haría desgraciado. Mi gozo viene de mi fe en este hallazgo personal de la vida, y nadie puede ir contra esta fe. Al que fuera, se le caería la lengua, se le caerían los huesos y correría el peligro de recoger otros, ajenos, para mantenerse de pie ante mis ojos.
Nunca, sino ahora, ha habido vida. Nunca, sino ahora, han pasado gentes. Nunca, sino ahora, ha habido casas y avenidas, aire y horizonte. Si viniese ahora mi amigo Peyriet, les diría que yo no le conozco y que debemos empezar de nuevo. ¿Cuándo, en efecto, le he conocido a mi amigo Peyriet? Hoy sería la primera vez que nos conocemos. Le diría que se vaya y regrese y entre a verme, como si no me conociera, es decir, por la primera vez.
Ahora yo no conozco a nadie ni nada. Me advierto en un país extraño, en el que todo cobra relieve de nacimiento, luz de epifanía inmarcesible. No, señor. No hable usted a ese caballero. Usted no lo conoce y le sorprendería tan inopinada parla. No ponga usted el pie sobre esa piedrecilla: quién sabe no es piedra y vaya usted a dar en el vacío. Sea usted precavido, puesto que estamos en un mundo absolutamente inconocido.
¡Cuán poco tiempo he vivido! Mi nacimiento es tan reciente, que no hay unidad de medida para contar mi edad. ¡Si acabo de nacer! ¡Si aún no he vivido todavía! Señores: soy tan pequeñito, que el día apenas cabe en mí!
Nunca, sino ahora, oí el estruendo de los carros, que cargan piedras para una gran construcción del boulevard Haussmann. Nunca, sino ahora avancé paralelamente a la primavera, diciéndola: «Si la muerte hubiera sido otra…». Nunca, sino ahora, vi la luz áurea del sol sobre las cúpulas de Sacre-Coeur. Nunca, sino ahora, se me acercó un niño y me miró hondamente con su boca. Nunca, sino ahora, supe que existía una puerta, otra puerta y el canto cordial de las distancias.
¡Dejadme! La vida me ha dado ahora en toda mi muerte.

7 artistas que critican la hipocresía del mundo frente a los refugiados

A lo largo de la historia, los seres humanos siempre han intentado explicar, exponer, crear, o manifestar inconformidades a través del arte; éste sirve para evidenciar las crisis sociales, las guerras, las desigualdades, la discriminación, las malas políticas, etc. De esta manera, es como surge el arte como protesta, aquel que se construye a partir de símbolos valorativos de una idea que logre relacionarse con lo socio-político, y se manifieste por medio de imágenes o palabras que crean un discurso provocativo para evidenciar.

Una de los sucesos actuales más preocupantes es la situación de los migrantes y refugiados. Millones de niños, niñas, hombres y mujeres han tenido que huir de la guerra, la miseria y el hambre, y salir de sus países para encontrar una mejor vida; sin embargo, en su deseo por sobrevivir y no morir en el intento, se enfrentan con gobiernos que los reciben con políticas racistas y represivas, son víctimas de violaciones a sus derechos, son llevados a centros de detención en los que experimentan condiciones inhumanas, o viven en la calle sin un techo y alguien que los ayude.

Es por esto que muchos artistas han reaccionado a la insensibilidad de los gobiernos por no proporcionarles condiciones dignas, ya que el arte también sirve para incomodarnos, para criticar y evidenciar, así que te compartimos una lista de los creadores que han decidido utilizar el arte para darle voz a los refugiados y migrantes.

1. Alfredo JAAR (Chile)

obras de arte sobre refugiados

Este artista y activista chileno ha dedicado gran parte de su obra a la inclusión de refugiados, para no sólo concientizar a la humanidad, sino que ha creado cambios inmediatos al mejorar la vida de miles de migrantes y refugiados. Un ejemplo es su obra: “Música. Todo lo que sé, lo aprendí el día en que nació mi hijo”.

JAAR detectó que el Nasher Sculpture Center de Dallas sólo era visitado por la élite de la ciudad, lo cual inspiró su obra y creó un pabellón de 7m2 de madera y acrílico, con 15 tonalidades de verde. Las personas que entraban al pabellón podían escuchar el llanto de los bebés recién nacidos de tres hospitales de immigrantes, ilegales y afroamericanos.

JAAR logró concientizar a la élite, y lo mejor es que a los mil niños recién nacidos les concedió una membresía de por vida para entrar al museo; de esta manera, los bebés fueron incluídos desde su nacimiento a un museo que se volvió un lugar abierto a la diversidad.

proyectos sobre refugiados

2. Banksy  (Reino Unido)

arte sobre refugiados

La obra “Selva” del artista urbano Banksy nos hace reflexionar sobre el aporte intelectual, cultural, creativo y humanitario que pueden traer los refugiados si les damos la oportunidad de ser incluídos en una nueva sociedad.

Otra de sus obras presenta a Steve Jobs con una bolsa negra cargando sus pertenencias y una Apple original; Jobs fue hijo de un immigrante de Syria que tuvo que dejar su país en la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué hubiera pasado si al padre de Jobs se le hubiera negado el acceso a Estados Unidos? ¿Cuántos empleos y cuánto dinero dejaría de entrar a Estados Unidos si esto hubiera sucedido?

obras refugiados

3. Bouchra Khalili (Marruecos)

arte sobre refugiados Bouchra Khalili

Esta artista franco-marroquí logró conectar al espectador directamente con la historia de ocho refugiados, quienes contaban su experiencia al huir de un país para llegar a otro donde pudieran establecerse. El proyecto titulado “Proyecto de trazado de mapas” tardó del 2008 al 2011 para concretarse. Esta exhibició consta de ocho videos de refugiados que trazan sus rutas y narran sus odiseas, y permite que los visitantes asimilen las distancias y las condiciones en las que se trasladan millones de personas con la esperanza de llegar a un mejor lugar, aunque no siempre llegan.

4. Ai Weiwei (China)

refugiados obras de arte

Este artista chino es de los más controversiales que existen en la actualidad. Su pasión por defender a los immigrantes es muy grande, ya que su familia sufrió los mismos estragos, y él recuerda con dolor muchas historias que lo marcaron en su infancia. Ai Wei Wei ha recorrido decenas de campos de refugiados, su inspiración lo ha llevado a crear obras impactantes que alcanzan la atención de los gobiernos de diversos países.

Durante su exhibición en Grecia titulada “Ai Wei Wei en Cycladic”, el artista llenó con 14 mil chalecos salvavidas las columnas del Museo Cycladic de Atenas. Lo impactante es que éstos pertenecieron a personas que intentaron cruzar el mar Egeo para llegar a tierras europeas, pero lamentablemente perdieron la vida ahogados en el mar, y lo único que quedó de ellos fueron los chalecos naranjas.

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5. Richard Mosse (Irlanda)

LONDON, ENGLAND - FEBRUARY 14: Incoming, Richard Mosse in collaboration with Trevor Tweeten and Ben Frost at The Curve, Barbican on February 14, 2017 in London, England. The exhibition runs from 15 February - 23 April 2017. (Photo by Tristan Fewings/Getty Images for Barbican Art Gallery)

 

Mosse es un fotógrafo y documentalista irlandés que se ha dedicado a perseguir las situaciones geopolíticas más caóticas del mundo. En su reciente trabajo “Incoming”, utiliza las armas como una herramienta para crear arte con conciencia. Sus fotografías son tomadas por una cámara térmica de vigilancia donde se aprecian las precarias condiciones de los campos de refugiados. Lo más triste es que nos enseña imágenes desde un lente que puede detectar a un ser humano por su calor corporal a 30 km, y la cual se ha usado para atacar a los refugiados.

Las guerras, el cambio climático, el interés entre gobiernos, el racismo, las persecuciones y los ataques, obligan a la gente a buscar otro lugar donde vivir en paz; Mosse nos invita a aceptar la responsabilidad que también tenemos en esta problemática mundial.

LONDON, ENGLAND - FEBRUARY 14: Incoming, Richard Mosse in collaboration with Trevor Tweeten and Ben Frost at The Curve, Barbican on February 14, 2017 in London, England. The exhibition runs from 15 February - 23 April 2017. (Photo by Tristan Fewings/Getty Images for Barbican Art Gallery)

6. Shirin Neshat (Irán)

obras de arte sobre refugiados

Shirin Neshat es una artista contemporánea reconocida por sus series de fotografías sobre temas religiosos, sociales y culturales. La artista abandonó su país natal, Irán, en 1974, por falta de oportunidades, pero en su obra siempre están presentes sus raíces y sus compatriotas. Una de sus obras más impactantes es la serie de fotografías, con técnica de tinta sobre impresión cromogénica digital, titulada “Nuestra casa está en llamas” del 2013.

En ella se ven retratos de personas afectadas por la Primavera Árabe, donde el ejército atacaba a civiles que luchaban por la democracia; esta obra sirve para ponerle cara al sufrimiento mundial, pues son muchas las quejas sobre los inmigrantes, pero son pocas en las que nos detenemos a pensar en la impotencia que viven al ser gobernados por personas egoístas y sin escrúpulos.

Gracias a su obra se le declaró “persona non grata” en Irán; sin embargo, esta opinión lejos de frenarla, la motiva a seguir formúlando cuestionamientos a traves de su arte.

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7. Santiago Sierra (España)

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Muchas personas inmigrantes se ven obligadas a realizar trabajos pesados con tal de poder sobrevivir en su nuevo “hogar”. Sierra muestra lo que hay detrás de esos trabajos y de las personas que los ejecutan; el artista se expresa a través de performances o happenings interpretados por refugiados o ilegales, a quienes les paga el sueldo mínimo por hacer cosas absurdas. Ha pintado el cabello de rubio a 133 personas, tatuado líneas horizontales en la espalda de decenas más, ha dejado a otras por horas en una caja de cartón.

En fin, su objetivo es resaltar cómo el capitalismo ha propiciado la disparidad económica y la obsesión por el dinero, mientras se explota a las personas menos favorecidas para llevar a cabo los trabajos que nadie más haría.

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Todas las disciplinas artísticas realizan una crítica de sus gobiernos o exponen situaciones perversas, como los detalles subversivos en las obras de arte que te harán darte cuenta de lo enferma que está la sociedad. 

 

Tomado de: http://culturacolectiva.com/

 

Remedios para volar

Artículo de Gabriel García Márquez

Publicado en Febreo 1981, en el Paìs de Madrid

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Una vez más he hecho el disparate que me había propuesto no repetir jamás, que es el de dar el salto del Atlántico de noche y sin escalas. Son doce horas entre paréntesis dentro de las cuales se pierde no sólo la identidad, sino también el destino. Esta vez además fue un vuelo tan perfecto que por un instante tuve la certidumbre de que el avión se había quedado inmóvil en la mitad del océano e iban a tener que llevar otro para transbordarnos. Es decir, siempre me había atormentado el temor de que el avión se cayera, pero esta vez concebí un miedo nuevo. El miedo espantoso de que el avión se quedara en el aire para siempre.En esas condiciones indeseables comprendí por qué la comida que sirven en pleno vuelo es de una naturaleza diferente de la que se come en tierra firme. Es que también el pollo -muerto y asado- va volando con miedo, y las burbujas de la champaña se mueren antes de tiempo, y la ensalada se marchita de una tristeza distinta. Algo semejante ocurre con las películas. He visto algunas que cambian de sentido cuando se vuelven a ver en el aire, porque el alma de los actores se resiste a ser la misma y la vida termina por no creer en su propia lógica. Por eso no hay ninguna posibilidad de que sea buena ninguna película de avión. Más aún: cuando más largas sean y más aburridas, más se agradece que lo sean, porque uno se ve forzado a imaginarse más de lo que ve y aun a inventar mucho más de lo que se alcanza a ver, y todo eso ayuda a sobrellevar el miedo.

Semejantes remedios son incontables. Tengo una amiga que no logra dormir desde varios días antes de embarcarse, pero su miedo desaparece por completo cuando logra encerrarse en el excusado del avión. Permanece allí tantas horas como le sean posibles, leyendo en un sosiego sólo comparable al del ojo del huracán, hasta que las autoridades de a bordo la obligan a volver al horror del asiento. Es raro, porque siempre he creído que la mitad del miedo al avión se debe a la opresión del encierro, y en ninguna parte se siente tanto como en los servicios sanitarios. En los excusados de los trenes, en cambio, hay una sensación de libertad irrepetible. Cuando era niño, lo que más me gustaba de los viajes en los ferrocarriles bananeros era mirar el mundo a través del hueco del inodoro de los vagones, contar los durmientes entre dos pueblos, sorprender los lagartos asustados entre la hierba, las muchachas instantáneas que se bañaban desnudas debajo de los puentes. La primera vez que subí a un avión -un bimotor primitivo de aquellos que hacían mil kilómetros en tres horas y media- pensé, con muy buen sentido que por el hueco de la cisterna iba a ver una vida más rica que la de los trenes, que iba a ver lo que ocurría en los patios de las casas, las vacas caminando entre las amapolas, el leopardo de Hemingway petrificado entre las nieves del Kilimanjaro. Pero lo que encontré fue la triste comprobación de que aquel mirador de la vida había sido cegado y que un acto tan simple como soltar el agua implicaba un riesgo de muerte.

Hace muchos años superé la ilusión generalizada de que el alcohol es un buen remedio para el miedo al avión. Siguiendo una fórmula de Luis Buñuel, me tomaba un martillazo de Martini seco antes de salir de la casa, otro en el aeropuerto y un tercero en el instante de decolar. Los primeros minutos del vuelo, por supuesto, transcurrían en un estado de gracia cuyo efecto era contrario al que se buscaba. En realidad, el sosiego era tan real e intenso que uno deseaba que el avión se cayera de una vez para no volver a pensar en el miedo. La experiencia termina por enseñar que el alcohol, más que un remedio, es un cómplice del terror. No hay nada peor para los viajes largos: uno se calma con los dos primeros tragos, se emborracha con los otros dos, se duerme con los dos siguientes, engañado con la ilusión de que en realidad está durmiendo, y tres horas después se despierta con la conciencia cierta de que no ha dormido más de tres minutos y que no hay nada más en el futuro que un dolor de cabeza de diez horas.

La lectura -remedio de tantos males en la tierra- no lo es de ninguno en el aire. Se puede iniciar la novela policiaca mejor tramada, y uno termina por no saber quién mató a quién ni por qué. Siempre he creído que no hay nadie más aterrorizado en los aviones que esos caballeros impasibles que leen sin parpadear, sin respirar siquiera, mientras la nave naufraga en las turbulencias. Conocí uno que fue mi vecino de asiento en la larga noche de Nueva York a Roma, a través de los aires pedregosos del Artico, y no interrumpió la lectura de Crimen y castigo ni siquiera para cenar, línea por línea, página por página; pero a la hora del desayuno me dijo con un suspiro: «Parece un libro interesante». Sin embargo, el escritor uruguayo Carlos Martínez Moreno puede dar fe de que no hay nada mejor que un libro para volar. Desde hace veinte años vuela siempre con el mismo ejemplar casi desbaratado de Madame Bovary, fingiendo leerlo a pesar de que ya lo conoce casi de memoria, porque está convencido de que es un método infalible contra la muerte.

Siempre pensé que no hay un recurso más eficaz que la música, pero no la que se oye por el sistema de sonido del avión, sino la que llevo en un magnetofón con auriculares. En realidad, la del avión produce un efecto contrario. Siempre me he preguntado con asombro quiénes hacen los programas musicales del vuelo, pues no puedo imaginarme a nadie que conozca menos las propiedades medicinales de la música. Con un criterio bastante simplista, prefieren siempre las grandes piezas orquestales relacionadas con el cielo, con los espacios infinitos, con los fenómenos telúricos. «Sinfonías paquidérmicas», como llamaba Brahms a las de Bruckner. Yo tengo mi música personal para volar, y su enumeración sería interminable. Tengo mis programas propios, según las rutas y su duración, según sea de día o de noche, y aún según la clase de avión en que se vuele. De Madrid a Puerto Rico, que es un vuelo familiar a los latinoamericanos, el programa es exacto y certero: las nueve sinfonías de Beethoven. Siempre pensé -como he dicho antes- que no había un método más eficaz para volar hasta esta semana de mi infortunio, en que un lector de Alicante me ha escrito para decirme que ha descubierto otro mejor: hacer el amor tantas veces como sea posible en pleno vuelo. De esto -como en las telenovelas- vamos a hablar la semana entrante.

 

En la imàgen: García Márquez y Mercedes Barcha llegando a Aracataca por tren en 2007. Crédito: Alejandra Vega