Hoy son las manos la memoria

Autor: Pedro Salinas

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Hoy son las manos la memoria.
El alma no se acuerda, está dolida
De tanto recordar. Pero en las manos
Queda el recuerdo de lo que han tenido.

Recuerdo de una piedra
Que hubo junto a un arroyo
Y que cogimos distraídamente
Sin darnos cuenta de nuestra ventura.
Pero su peso áspero,
Sentir nos hace que por fin cogimos
El fruto más hermoso de los tiempos.
A tiempo sabe
El peso de una piedra entre las manos.
En una piedra está
La paciencia del mundo, madurada despacio.
Incalculable suma
De días y de noches, sol y agua
La que costó esta forma torpe y dura
Que acariciar no sabe y acompaña
Tan solo con su peso, oscuramente.
Se estuvo siempre quieta,
Sin buscar, encerrada,
En una voluntad densa y constante
De no volar como la mariposa,
De no ser bella como el lirio,
Para salvar de envidias su pureza.
¡Cuántos esbeltos lirios, cuántas gráciles
Libélulas se han muerto, allí, a su lado
Por correr tanto hacia la primavera!
Ella supo esperar sin pedir nada
Más que la eternidad de su ser puro.
Por renunciar al pétalo y al vuelo,
Está viva y me enseña
Que un amor debe estarse quizá quieto, muy quieto,
Soltar las falsas alas de la prisa,
Y derrotar así su propia muerte.

También recuerdan ellas, mis manos,
Haber tenido una cabeza amada entre sus palmas.
Nada más misterioso en este mundo.
Los dedos reconocen los cabellos
Lentamente, uno a uno, como hojas
De calendario: son recuerdos
De otros tantos, también innumerables
Días felices
Dóciles al amor que los revive.
Pero al palpar la forma inexorable
Que detrás de la carne nos resiste
Las palmas ya se quedan ciegas.
No son caricias, no, lo que repiten
Pasando y repasando sobre el hueso:
Son preguntas sin fin, son infinitas
Angustias hechas tactos ardorosos.
Y nada les contesta: una sospecha
De que todo se escapa y se nos huye
Cuando entre nuestras manos lo oprimimos
Nos sube del calor de aquella frente.
La cabeza se entrega. ¿Es la entrega absoluta?
El peso en nuestras manos lo insinúa,
Los dedos se lo creen,
Y quieren convencerse: palpan, palpan.
Pero una voz oscura tras la frente,
-¿Nuestra frente o la suya?-
Nos dice que el misterio más lejano,
Porque está allí tan cerca, no se toca
Con la carne mortal con que buscamos
Allí, en la punta de los dedos,
La presencia invisible.
Teniendo una cabeza así cogida
Nada se sabe, nada,
Sino que está el futuro decidiendo
O nuestra vida o nuestra muerte
Tras esas pobres manos engañadas
Por la hermosura de lo que sostienen.
Entre unas manos ciegas
Que no pueden saber. Cuya fe única
Está en ser buenas, en hacer caricias
Sin casarse, por ver si así se ganan
Cuando ya la cabeza amada vuelva
A vivir otra vez sobre sus hombros,
Y parezca que nada les queda entre las palmas,
El triunfo de no estar nunca vacías.

Insondable mar, cuyas olas duran años

Autor: Percy Bysshe Shelley

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¡Insondable mar!, cuyas olas duran años,
Océano del tiempo cuyas aguas de profunda pena
Son salobres como lágrimas humanas.
Tu inundada orilla, en tu marea y movimiento
Supera los límites de la mortalidad.

Y, enfermo de presa, aullando aún más fuerte,
La furia que llevas dentro hace naufragar buques en tu inhóspita orilla,
Traidor en la calma, y terrible en la tempestad,
¿Quién osará ponerse delante de ti,
Insondable mar?

 

Titulo de la imágen Karl Eduard Ferdinand Blechen – Tormenta en el mar con faro

Salinero

Autor: Rafael Alberti

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Y ya estarán los esteros
Rezumando azul de mar.
¡Dejadme ser, salineros, granito del salinar!

¡Qué bien, a la madrugada,
Correr en las vagonetas
Llenas de nieve salada,
Hacia las blancas casetas!

¡Dejo de ser marinero,
Madre, por ser salinero!

Piedra de horno

Autor. Nicolás Guillén

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La tarde abandonada gime deshecha en lluvia.
Del cielo caen recuerdos y entran por la ventana.
Duros suspiros rotos, quimeras lastimadas.
Lentamente va viniendo tu cuerpo.
Llegan tus manos en su órbita
De aguardiente de caña;
Tus pies de lento azúcar quemados por la danza,
Y tus muslos, tenazas del espasmo,
Y tu boca, sustancia
Comestible y tu cintura
De abierto caramelo.
Llegan tus brazos de oro, tus dientes sanguinarios;
De pronto entran tus ojos traicionados;
Tu piel tendida, preparada
Para la siesta:
Tu olor a selva repentina; tu garganta
Gritando -no sé, me lo imagino-, gimiendo
-No sé, me lo figuro-, quemándose- no sé, supongo, creo;
Tu garganta profunda
Retorciendo palabras prohibidas.
Un río de promesas
Desciende de tu pelo,
Se demora en tus senos,
Cuaja al fin en un charco de melaza en tu vientre,
Viola tu carne firme de nocturno secreto.
Carbón ardiente y piedra de horno
En esta tarde fría de lluvia y de silencio.

El vestido verde aceituna

Autora: Silvina Ocampo

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Las vidrieras venían a su encuentro. Había salido nada más que para hacer compras esa mañana. Miss Hilton se sonrojaba fácilmente, tenía una piel transparente de papel manteca, como los paquetes en los cuales se ve todo lo que viene envuelto; pero dentro de esas transparencias había capas delgadísimas de misterio, detrás de las ramificaciones de venas que crecían como un arbolito sobre su frente. No tenía ninguna edad y uno creía sorprender en ella un gesto de infancia, justo en el momento en que se acentuaban las arrugas más profundas de la cara y la blancura de las trenzas. Otras veces uno creía sorprender en ella una lisura de muchacha joven y un pelo muy rubio, justo en el momento en que se acentuaban los gestos intermitentes de la vejez.
Había viajado por todo el mundo en un barco de carga, envuelta en marineros y humo negro. Conocía América y casi todo el Oriente. Soñaba siempre volver a Ceilán. Allí había conocido a un indio que vivía en un jardín rodeado de serpientes. Miss Hilton se bañaba con un traje de baño largo y grande como un globo a la luz de la luna, en un mar tibio donde uno buscaba el agua indefinidamente, sin encontrarla, porque era de la misma temperatura que el aire. Se había comprado un sombrero ancho de paja con un pavo real pintado encima, que llovía alas en ondas sobre su cara pensativa. Le habían regalado piedras y pulseras, le habían regalado chales y serpientes embalsamadas, pájaros apolillados que guardaba en un baúl, en la casa de pensión. Toda su vida estaba encerrada en aquel baúl, toda su vida estaba consagrada a juntar modestas curiosidades a lo largo de sus viajes, para después, en un gesto de intimidad suprema que la acercaba súbitamente a los seres, abrir el baúl y mostrar uno por uno sus recuerdos. Entonces volvía a bañarse en las playas tibias de Ceilán, volvía a viajar por la China, donde un chino amenazó matarla si no se casaba con él. Volvía a viajar por España, donde se desmayaba en las corridas de toros, debajo de las alas de pavo real del sombrero que temblaba anunciándole de antemano, como un termómetro, su desmayo. Volvía a viajar por Italia. En Venecia iba de dama de compañía de una argentina. Había dormido en un cuarto debajo de un cielo pintado donde descansaba sobre una parva de pasto una pastora vestida de color rosa con una hoz en la mano. Había visitado todos los museos. Le gustaban más que los canales las calles angostas, de cementerio, de Venecia, donde sus piernas corrían y no se dormían como en las góndolas.
Se encontró en la mercería El Ancla, comprando alfileres y horquillas para sostener sus finas y largas trenzas enroscadas alrededor de la cabeza. Las vidrieras de las mercerías le gustaban por un cierto aire comestible que tienen las hileras de botones acaramelados, los costureros en forma de bomboneras y las puntillas de papel. Las horquillas tenían que ser doradas. Su última discípula, que tenía el capricho de los peinados, le había rogado que se dejase peinar un día que, convaleciente de un resfrío, no la dejaban salir a caminar. Miss Hilton había accedido porque no había nadie en la casa: se había dejado peinar por las manos de catorce años de su discípula, y desde ese día había adoptado ese peinado de trenzas que le hacía, vista de adelante y con sus propios ojos, una cabeza griega; pero, vista de espalda y con los ojos de los demás, un barullo de pelos sueltos que llovían sobre la nuca arrugada. Desde aquel día, varios pintores la habían mirado con insistencia y uno de ellos le había pedido permiso para hacerle un retrato, por su extraordinario parecido con Miss Edith Cavell.
Los días que iba a posarle al pintor, Miss Hilton se vestía con un traje de terciopelo verde aceituna, que era espeso como el tapizado de un reclinatorio antiguo. El estudio del pintor era brumoso de humo, pero el sombrero de paja de Miss Hilton la llevaba a regiones infinitas del sol, cerca de los alrededores de Bombay.
En las paredes colgaban cuadros de mujeres desnudas, pero a ella le gustaban los paisajes con puestas de sol, y una tarde llevó a su discípula para mostrarle un cuadro donde se veía un rebaño de ovejas debajo de un árbol dorado en el atardecer. Miss Hilton buscaba desesperadamente el paisaje, mientras estaban las dos solas esperando al pintor. No había ningún paisaje: todos los cuadros se habían convertido en mujeres desnudas, y el hermoso peinado con trenzas lo tenía una mujer desnuda en un cuadro recién hecho sobre un caballete. Delante de su discípula, Miss Hilton posó ese día más tiesa que nunca, contra la ventana, envuelta en su vestido de terciopelo.
A la mañana siguiente, cuando fue a la casa de su discípula, no había nadie; sobre la mesa del cuarto de estudio, la esperaba un sobre con el dinero de medio mes, que le debían, con una tarjetita que decía en grandes letras de indignación, escritas por la dueña de casa: “No queremos maestras que tengan tan poco pudor”. Miss Hilton no entendió bien el sentido de la frase; la palabra pudor le nadaba en su cabeza vestida de terciopelo verde aceituna. Sintió crecer en ella una mujer fácilmente fatal, y se fue de la casa con la cara abrasada, como si acabara de jugar un partido de tenis.
Al abrir la cartera para pagar las horquillas, se encontró con la tarjeta insultante que se asomaba todavía por entre los papeles, y la miró furtivamente como si se hubiera tratado de una fotografía pornográfica.

“Llegarán Los Almendros…”

Autora: Clara Janés

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Llegarán los almendros en flor a tu ventana
huidos de mi pensamiento,
y el temblor del olivo
que se estremece al paso de la noche.

Pero yo, cada vez más perdida en tus palabras,
no tendré fuerza para llegar hasta tu puerta,
me quedaré vagando por las calles,
desgranando temores por la tierra de Kampa,
dialogando confusa con el aire,
bailando cortesmente con el río la danza de la muerte,
con delicados arabesques
y oscuras reverencias.

No intentaré siquiera hablarte con la lluvia,
ni cabalgar el viento
y escondida en sus crines
devolverte el perfume de las rosas

que tú de un solo gesto, de una vez para siempre,
has desenterrado para mí
con toda la encendida primavera.

 

De: “Kampa”
Ediciones Hiperión – 1986©

 

“Máscaras del alma”

Autor: Octavio Paz

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Sobre el tablero de la plaza
se demoran las últimas estrellas.
Torres de luz y alfiles afilados
cercan las monarquías espectrales.
¡Vano ajedrez, ayer combate de ángeles!

Fulgor de agua estancada donde flotan
pequeñas alegrías ya verdosas,
la manzana podrida de un deseo,
un rostro recomido por la luna,
el minuto arrugado de una espera,
todo lo que la vida no consume,
los restos del festín de la impaciencia.

Abre los ojos el agonizante.
Esa brizna de luz que tras cortinas
espía al que la expía entre estertores
es la mirada que no mira y mira,
el ojo en que espejean las imágenes
antes de despeñarse, el precipicio
cristalino, , la tumba de diamante:
es el espejo que devora espejos.

Olivia, la ojizarca que pulsaba,
las blancas manos entre cuerdas verdes,
nada contracorriente hasta la orilla
del despertar: la cama, el haz de ropas,
las manchas hidrográficas del muro,
ese cuerpo sin nombre que a su lado
mastica profecías y rezongos
y la abominación del cielo raso.
Bosteza lo real sus naderías,
se repite en horrores desventrados.

El prisionero de sus pensamientos
teje y desteje su tejido a ciegas,
escarba sus heridas, deletrea
las letras de su nombre, las dispersa,
y ellas insisten en el mismo estrago:
se engastan en su nombre desgastado.
Va de sí mismo hacia sí mismo, vuelve,
en el centro de sí, se para y grita
¿quien va? y el surtidor de su pregunta
abre su flor absorta, centellea,
silba en el tallo, dobla la cabeza,
y al fin, vertiginoso, se desploma
roto como la espada contra el muro.

La joven domadora de relámpagos
y la que se desliza sobre el filo
resplandeciente de la guillotina;
el señor que desciende de la luna
con un fragante ramo de epitafios;
la frígida que lima en el insomnio
el pedernal gastado de su sexo;
el hombre puro en cuya sien anida
el águila real, la cejijunta
voracidad de un pensamiento fijo;
el árbol de ocho brazos anudados
que el rayo del amor, derriba, incendia
y carboniza en lechos transitorios;
el enterrado en vida con su pena;
la joven muerte que se prostituye
y regresa a su tumba al primer gallo;
la víctima que busca a su asesino;
el que perdió su cuerpo, el que su sombra,
el que huye de sí y el que se busca
y se persigue y no se encuentra, todos,
vivos muertos al borde del instante
se detienen suspensos. Duda el tiempo,
el día titubea.

Soñolienta
en su lecho de fango, abre los ojos
Venecia y se recuerda: ¡pabellones
y un alto vuelo que se petrifica!
Oh esplendor anegado…
Los caballos de bronce de San Marcos
cruzan arquitecturas que vacilan ,
descienden verdinegros hasta el agua
y se arrojan al mar, hacia Bizancio.
Oscilan masas de estupor y piedras,
mientras los pocos vivos de esta hora…
Pero la luz avanza a grandes pasos,
aplastando bostezos y agonías.
¡Júbilos, resplandores que desgarran!
El alba lanza su primer cuchillo.

Venecia, 1948

 

De: “Libertad bajo palabra” – 1935-1957
Recogido en: Octavio Paz – “Obra Poética” – 1935-1998

Fotografìa: Caballos de bronce en la Catedral de San Marcos (Venecia)

“Gentes sin arraigo”

Autor: Césare  Pavese

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Demasiado mar. Hemos visto ya suficiente mar.
Al atardecer, cuando el agua se extiende lívidamente
y se desvanece en la nada, el amigo la escruta
y yo escruto al amigo y los dos nos callamos.
Tras caer la noche, nos enclaustramos en una taberna, arrinconados,
aislados entre el humo, y bebemos. Tiene sueños mi amigo
(son algo monótonos los sueños ante el fragor del mar)
en que el agua no es sino el espejo, entre una isla y otra,
de colinas, jaspeadas de flores salvajes y saltos de agua.
Me gustan las colinas y le permito que me hable del mar,
porque es de un agua clarísima que incluso deja vislumbrar las piedras.

No veo sino colinas y me cubren cielo y tierra
con las firmes líneas de sus contornos, próximas o lejanas.
Sin embargo, las mías son ásperas y rieladas por viñas,
fatigosas sobre un suelo quemado. Las acepta mi amigo
y desea cubrirlas de flores y frutas salvajes,
para descubrir, entre risas, muchachas más desnudas que frutas.
No es menester: a mis sueños más ásperos no le falta una sonrisa.
Si por la mañana, temprano, nos encaminamos
hacia aquellas colinas, podremos encontrar entre viñas
alguna moza morena, ennegrecida por el sol,
y trabando conversación, comer algo de su uva.

 

De: “Trabajar cansa” – 1931-1940
Recogido en “Cesare Pavese – Poesías Completas”

Arte: Hombre en la taberna

Autor: Rafael Barradas (1890-01-04-1929-02-12)
Realizado: 1922

 

“Ahora en cambio”

Autor: Mario Benedetti

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Hubiera entregado el Dios que no poseo,
hubiera aprendido tres o cuatro signos,
y así desalentado,
así fiel, ceniciento,
invariable como un recuerdo atroz,
me hubiera respondido,
me hubiera transformado en ademanes
me hubiera convencido como todos,
refugiado en el hambre universal,
salvado para siempre y para nada.

Ahora en cambio estoy un poco solo,
de veras un poco solo y solo.
Mi tristeza es un vaso de oraciones
que se derraman sobre el césped
y desde el césped nace Dios
y está también un poco solo,
de veras un poco solo y solo.

Mas yo le ayudo a conocer las aves
y en toda su extensión la herejía vegetal,
los corazones de sus alegres huérfanos,
la tierra que es la palma de su mano.

 

Carne

Autor: Federico García Lorca

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Por el nombre del Padre, roca luz y fermento,

por el nombre del Hijo,

flor y sangre vertida,

en el fuego visible del Espíritu Santo,

Eva quema sus dedos teñidos de manzana. –

Eva gris y rayada con la púrpura rota,
cubierta con las mieles y el rumor del insecto.
Eva de yugulares y de musgo baboso
en el primer impulso torpe de los planetas.

Llegaban las higueras con las flores calientes
a destrozar los blancos muros de disciplina.
El hacha por el bosque daba normas de viento
a la pura dinamo clavada en su martirio.

Hilos y nervios tiemblan en la sección fragante
de la luna y el vientre que el bisturí descubre.
En el diván de raso los amantes aprietan
los tibios algodones donde duermen sus huesos.

¡Mirad aquel caballo cómo corre! ¡Miradlo
por los hombros y el seno de la niña cuajada!
¡Mirad qué tiernos ayes y qué son movedizo
oprimen la cintura del joven embalado!

¡Venid, venid! Las venas alargarán sus puntas
para morder la cresta del caimán enlunado,
mientras la verde sangre de Sodoma reluce
por la sala de un yerto corazón de aluminio.

Es preciso que el llanto se derrame en la axila,
que el mano recuerde blanda goma nocturna.
Es preciso que ritmos de sístole y diástole
empañen el rubor inhumano del cielo.

Tienen en lo más blanco huevecillos de muerte
(diminutos madroños de arsénico invisible),
que secan y destruyen el nervio de luz pura
por donde el alma filtra lección de beso y ala.

Es tu cuerpo, galán, tu boca, tu cintura,
el gusto de tu sangre por los dientes helados.
Es tu carne vencida, rota, pisoteada,
la que vence y relumbra sobre la carne nuestra.

Es el gesto vacío de lo libre sin norte
que se llena de rosas concretas y finales.
Adán es luz y espera bajo el arco podrido
las dos niñas de lumbre que agitaban sus sienes.

¡Oh Corpus Christi! ¡Oh Corpus de absoluto silencio,
donde se quema el cisne y fulgura el leproso!
¡Oh blanca forma insomne!
Angeles y ladridos contra el rumor de venas.

 

De: “Odas”

Arte: Anna Lea Merritt (Philadelphia, Pennsylvania, 1844 – Hurstbourne Tarrant, Dorset, England, 1930).