Lo más olvidado del olvido

Autora: Isabel Allende

De “Cuentos de Eva Luna”

Eva Luna

Ella se dejó acariciar, silenciosa, gotas de sudor en la cintura, olor a azúcar tostada en su cuerpo quieto, como si adivinara que un solo sonido podía hurgar en los recuerdos y echarlo todo a perder, haciendo polvo ese instante en que él era una persona como todas, un amante casual que conoció en la mañana, otro hombre sin historia atraído por su pelo de espiga, su piel pecosa o la sonajera profunda de sus brazaletes de gitana, otro que la abordó en la calle y echó a andar con ella sin rumbo preciso, comentando del tiempo o del tráfico y observando a la multitud, con esa confianza un poco forzada de los compatriotas en tierra extraña; un hombre sin tristezas, ni rencores, ni culpas, limpio como el hielo, que deseaba sencillamente pasar el día con ella vagando por librerías y parques, tomando café, celebrando el azar de haberse conocido, hablando de nostalgias antiguas, de cómo era la vida cuando ambos crecían en la misma ciudad, en el mismo barrio, cuando tenía catorce años, te acuerdas, los inviernos de zapatos mojados por la escarcha y de estufas de parafina, los veranos de duraznos, allá en el país prohibido. Tal vez se sentía un poco sola o le pareció que era una oportunidad de hacer el amor sin preguntas y por eso, al final de la tarde, cuando ya no había más pretextos para seguir caminando, ella lo tomó de la mano y lo condujo a su casa. Compartía con otros exiliados un apartamento sórdido, en un edificio amarillo al final de un callejón lleno de tarros de basura. Su cuarto era estrecho, un colchón en el suelo cubierto con una manta a rayas, unas repisas hechas con tablones apoyados en dos hileras de ladrillos, libros, afiches, ropa sobre una silla, una maleta en un rincón. Allí ella se quitó la ropa sin preámbulos con actitud de niña complaciente.
Él trató de amarla. La recorrió con paciencia, resbalando por sus colinas y hondonadas, abordando sin prisa sus rutas, amasándola, suave arcilla sobre las sábanas, hasta que ella se entregó, abierta. Entonces él retrocedió con muda reserva. Ella se volvió para buscarlo, ovillada sobre el vientre del hombre, escondiendo la cara, como empeñada en el pudor, mientras lo palpaba, lo lamía, lo fustigaba. Él quiso abandonarse con los ojos cerrados y la dejó hacer por un rato, hasta que lo derrotó la tristeza o la vergüenza y tuvo que apartarla. Encendieron otro cigarrillo, ya no había complicidad, se había perdido la anticipada urgencia que los unió durante ese día, y sólo quedaban sobre la cama dos criaturas desvalidas, con la memoria ausente, flotando en el vacío terrible de tantas palabras calladas. Al conocerse esa mañana no ambicionaron nada extraordinario, no habían pretendido mucho, sólo algo de compañía y un poco de placer, nada más, pero a la hora del encuentro los venció el desconsuelo. Estamos cansados, sonrió ella, pidiendo disculpas por esa pesadumbre instalada entre los dos. En un último empeño de ganar tiempo, él tomó la cara de la mujer entre sus manos y le besó los párpados. Se tendieron lado a lado, tomados de la mano, y hablaron de sus vidas en ese país donde se encontraban por casualidad, un lugar verde y generoso donde sin embargo siempre serían forasteros. Él pensó en vestirse y decirle adiós, antes de que la tarántula de sus pesadillas les envenenara el aire, pero la vio joven y vulnerable y quiso ser su amigo. Amigo, pensó, no amante, amigo para compartir algunos ratos de sosiego, sin exigencias ni compromisos, amigo para no estar solo y para combatir el miedo. No se decidió a partir ni a soltarle la mano. Un sentímiento cálido y blando, una tremenda compasión por sí mismo y por ella le hizo arder los ojos. Se infló la cortina como una vela y ella se levantó a cerrar la ventana, imaginando que la oscuridad podía ayudarlos a recuperar las ganas de estar juntos y el deseo de abrazarse. Pero no fue así, él necesitaba ese retazo de luz de la calle, porque si no se sentía atrapado de nuevo en el abismo de los noventa centímetros sin tiempo de la celda, fermentando en sus propios excrementos, demente. Deja abierta la cortina, quiero mirarte, le mintió, porque no se atrevió a confiarle su terror de la noche, cuando lo agobiaban de nuevo la sed, la venda apretada en la cabeza como una corona de clavos, las visiones de cavernas y el asalto de tantos fantasmas. No podía hablarle de eso, porque una cosa lleva a la otra y se acaba diciendo lo que nunca se ha dicho. Ella volvió a la cama, lo acarició sin entusiasmo, le pasó los dedos por las pequeñas marcas, explorándolas. No te preocupes, no es nada contagioso, son sólo cicatrices, rió él casi en un sollozo. La muchacha percibió su tono angustiado y se detuvo, el gesto suspendido, alerta. En ese momento él debió decirle que ése no era el comienzo de un nuevo amor, ni siquiera de una pasión fugaz, era sólo un instante de tregua, un breve minuto de inocencia, y que dentro de poco, cuando ella se durmiera, él se iría; debió decirle que no habría planes para ellos, ni llamadas furtivas, no vagarían juntos otra vez de la mano por las calles, ni compartirían juegos de amantes, pero no pudo hablar, la voz se le quedó agarrada en el vientre, como una zarpa. Supo que se hundía. Trató de retener la realidad que se le escabullía, anclar su espíritu en cualquier cosa, en la ropa desordenada sobre la silla, en los libros apilados en el suelo, en el afiche de Chile en la pared, en la frescura de esa noche caribeña, en el ruido sordo de la calle; intentó concentrarse en ese cuerpo ofrecido y pensar sólo en el cabello desbordado de la joven, en su olor dulce. Le suplicó sin voz que por favor lo ayudara a salvar esos segundos, mientras ella lo observaba desde el rincón más lejano de la cama, sentada como un faquir, sus claros pezones y el ojo de su ombligo mirándolo también, registrando su temblor, el chocar de sus dientes, el gemido. El hombre oyó crecer el silencio en su interior, supo que se le quebraba el alma, como tantas veces le ocurriera antes, y dejó de luchar, soltando el último asidero al presente, echándose a rodar por un despeñadero inacabable. Sintió las correas incrustadas en los tobillos y en las muñecas, la descarga brutal, los tendones rotos, las voces insultando, exigiendo nombres, los gritos inolvidables de Ana supliciada a su lado y de los otros, colgados de los brazos en el patio.
¡Qué pasa, por Dios, qué te pasa!, le llegó de lejos la voz de Ana. No, Ana quedó atascada en las ciénagas del Sur. Creyó percibir a una desconocida desnuda, que lo sacudía y lo nombraba, pero no logró desprenderse de las sombras donde se agitaban látigos y banderas. Encogido, intentó controlar las náuseas. Comenzó a llorar por Ana y por los demás. ¿Qué te pasa?, otra vez la muchacha llamándolo desde alguna parte. ¡Nada, abrázame … ! rogó y ella se acercó tímida y lo envolvió en sus brazos, lo arrulló como a un niño, lo besó en la frente, le dijo llora, llora, lo tendió de espaldas sobre la cama y se acostó crucificada sobre él.
Permanecieron mil años así abrazados, hasta que lentamente se alejaron las alucinaciones y él regresó a la habitación, para descubrirse vivo a pesar de todo, respirando, latiendo, con el peso de ella sobre su cuerpo, la cabeza de ella descansando en su pecho, los brazos y las piernas de ella sobre los suyos, dos huérfanos aterrados. Y en ese instante, como si lo supiera todo, ella le dijo que el miedo es más fuerte que el deseo, el amor, el odio, la culpa, la rabia, más fuerte que la lealtad. El miedo es algo total, concluyó, con las lágrimas rodándole por el cuello. Todo se detuvo para el hombre, tocado en la herida más oculta. Presintió que ella no era sólo una muchacha dispuesta a hacer el amor por conmiseración, que ella conocía aquello que se encontraba agazapado más allá del silencio, de la completa soledad, más allá de la caja sellada donde él se había escondido del Coronel y de su propia traición, más allá del recuerdo de Ana Díaz y de los otros compañeros delatados, a quienes fueron trayendo uno a uno con los ojos vendados. ¿Cómo puede saber ella todo eso? La mujer se incorporó. Su brazo delgado se recortó contra la bruma clara de la ventana, buscando a tientas el interruptor. Encendió la luz y se quitó uno a uno los brazaletes de metal, que cayeron sin ruido sobre la cama. El cabello le cubría a medias la cara cuando le tendió las manos. También a ella blancas cicatrices le cruzaban las muñecas. Durante un interminable momento él las observó inmóvil hasta comprenderlo todo, amor, y verla atada con las correas sobre la parrilla eléctrica, y entonces pudieron abrazarse y llorar, hambrientos de pactos y de confidencias, de palabras prohibidas, de promesas de mañana, compartiendo, por fin, el más recóndito secreto.

FIGARI PINTA

Autor: Oliverio Girondo

Arzadun

Pinta cielo tordillo,
nube china,
campo llano y callado y compañero,
con blanco mazamorra,
gris camino,
ocre parva
o celeste lejanía;
en silla petizona
—pelo bayo—,
el mate corazón
—¿nido de hornero?—,
en las ramas, de tala,
de su mano
y un pedazo de cuerno
hecho boquilla
en perpetuo delirio
de humareda;
mientras pinta
y se escarba la memoria
—como quien traza cruces sobre el suelo
con pinceles que doman lo pasado;
claros patios de voz azul aljibe,
beata falda,
o entierro jaranero,
mancarrón insolado,
duende perro,
porque sabe rastrear el tiempo muerto,
las huellas ya perdidas
del recuerdo,
y le gustan los talles de frutera,
el olor a zorrino,
a terciopelo,
los fogones de pavas tartamudas,
los mugientes crepúsculos tranquilos
y los gatos con muchas relaciones,
que pinta,
rememora y recupera,
con rojo federal,
azul encinta,
amarillo rastrojo,
rosa rancho,
al revivir saraos encorsetados,
velorios de angelito
caramelo,
tertulias palo a pique,
perifollos,
viejos gauchos enjutos de quebracho,
que describe
con limpia pincelada,
puro candor
y tábano mirada;
para luego tutearse con carretas
o chismosos postigos
de ancha siesta,
o rebaños jadeantes de tormenta;
que pinta y aquerencia en sus cartones
—para algo comió choclo,
entre pañales,
de ingenua chala rubia,
bien fajada
y acarició caderas de potrancas
o de roncas guitarras pendencieras,
en boliches lunares,
ya difuntos—;
mientras mezcla el granate matadura
con el negro catinga candombero
y aflora su sonrisa de padrillo
—un poco amarillenta,
un poco verde—,
ante tanta visión
reflorecida
—con perenne fervor y gesto macho—,
por la criolla paleta socarrona
donde exprime su lírica memoria.

Arte: Pedro Figari

PALOMAS

Autor: Blas de Otero

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Al Dr. Jacinto Segovia, gran español.

Las palomas de la plaza de San Marcos
que el municipio de Venecia cebaba para los turistas
se han muerto todas de repente…
La paloma de Picasso que yo guardaba como una reliquia
en un viejo cartapacio
ha desaparecido…
En el Concilio Ecuménico nadie sabe por dónde anda
la paloma de la anunciación…
Y el Vaticano está consternado
porque se halla enferma la paloma del Espíritu Santo.
Se dice que en el mundo hay ahora
una mortífera epidemia de palomas…
Y el Consejo de la Paz no encuentra
por ninguna parte una paloma.

LOS DOS POEMAS

Autor: Ismael Enrique Arciniegas

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Al estruendo del mar, sobre un peñasco,
Hornero meditaba su poema,
Y oyó una voz, la voz del Universo,
Que le dijo al través de las tinieblas:

«Sólo serán palabras tus estrofas;
No abarcarás, enano, mi grandeza:
Son mis estrofas astros y montañas
Y nota de mi arpa, la tormenta».

Dilatando su alma en lo Infinito
Al Universo replicó el poeta:
«Convertiré los dioses en estrofas».

Y siguió meditando su poema.

CORRIENTE OCULTA

Autor: Manuel Altolaguirre

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Agua desnuda la lluvia,
qué libremente se esconde
hasta verse presa en tallos
cielo arriba, hasta las flores.

Amar es hundirse, huir,
perderse en oscura noche,
ser corriente oculta, ser
agua enterrada que corre,
sales robando a la tierra,
agua ciega que no opone
su limpio cristal al cielo.

¡Cómo se mueve en las hojas
el agua diciendo adioses
a las fugitivas nubes
que van por el horizonte!

¡Qué nuevo encuentro si en ellas
delicadamente pone
astros breves el rocío,
estrellas en verde noche!

Amar es hundirse, huir,
perderse en profunda noche.

RAYUELA, DE CAPÍTULO 93.

Autor: Julio Cortázar

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Pero el amor, esa palabra… Moralista Horacio, temeroso de pasiones sin una razón de aguas hondas, desconcertado y arisco en la ciudad donde el amor se llama con todos los nombres de todas las calles, de todas las casas, de todos los pisos, de todas las habitaciones, de todas las camas, de todos los sueños, de todos los olvidos o los recuerdos. Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos, no te quiero porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitás a saltar y no puedo dar el salto, porque en lo más profundo de la posesión no estás en mí, no te alcanzo, no paso de tu cuerpo, de tu risa, hay horas en que me atormenta que me ames (cómo te gusta usar el verbo amar, con qué cursilería lo vas dejando caer sobre los platos y las sábanas y los autobuses), me atormenta tu amor que no me sirve de puente porque un puente no se sostiene de un solo lado, jamás Wright ni Le Corbusier van a hacer un puente sostenido de un solo lado, y no me mires con esos ojos de pájaro, para vos la operación del amor es tan sencilla, te curarás antes que yo y eso que me querés como yo no te quiero. Claro que te curarás, porque vivís en la salud, después de mí será cualquier otro, eso se cambia como los corpiños. Tan triste oyendo al cínico Horacio que quiere un amor pasaporte, amor pasamontañas, amor llave, amor revólver, amor que le dé los mil ojos de Argos, la ubicuidad, el silencio desde donde la música es posible, la raíz desde donde se podría empezar a tejer una lengua. Y es tonto porque todo eso duerme un poco en vos, no habría más que sumergirte en un vaso de agua como una flor japonesa y poco a poco empezarían a brotar los pétalos coloreados, se hincharían las formas combadas, crecería la hermosura. Dadora de infinito, yo no sé tomar, perdoname. Me estás alcanzando una manzana y yo he dejado los dientes en la mesa de luz. Stop, ya está bien así. También puedo ser grosero, fájate. Pero fijate bien, porque no es gratuito.

¿Por qué stop? Por miedo de empezar las fabricaciones, son tan fáciles. Sacás una idea de ahí, un sentimiento del otro estante, los atás con ayuda de palabras, perras negras, y resulta que te quiero. Total parcial: te quiero. Total general: te amo. Así viven muchos amigos míos, sin hablar de un tío y dos primos, convencidos del amor-que-sienten-por-sus-esposas. De la palabra a los actos, che; en general sin verba no hay res. Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo creo que es al verse. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto. Pero estoy solo en mi pieza, caigo en artilugios de escriba, las perras negras se vengan cómo pueden, me mordisquean desde abajo de la mesa. ¿Se dice abajo o debajo? Lo mismo te muerden. ¿Por qué, por qué, pourquoi, why, warum, perchè este horror a las perras negras? Miralas ahí en ese poema de Nashe, convertidas en abejas. Y ahí, en dos versos de Octavio Paz, muslos del sol, recintos del verano. Pero un mismo cuerpo de mujer es María y la Brinvilliers, los ojos que se nublan mirando un bello ocaso son la misma óptica que se regala con los retorcimientos de un ahorcado. Tengo miedo de ese proxenetismo, de tinta y de voces, mar de lenguas lamiendo el culo del mundo. Miel y leche hay debajo de tu lengua… Sí, pero también está dicho que las moscas muertas hacen heder el perfume del perfumista. En guerra con la palabra, en guerra, todo lo que sea necesario aunque haya que renunciar a la inteligencia, quedarse en el mero pedido de papas fritas y los telegramas Reuter, en las cartas de mi noble hermano y los diálogos del cine. Curioso, muy curioso que Puttenham sintiera las palabras como si fueran objetos, y hasta criaturas con vida propia. También a mí, a veces, me parece estar engendrando ríos de hormigas feroces que se comerán el mundo. Ah, si en el silencio empollara el Roc…

Logos, faute éclatante. Concebir una raza que se expresara por el dibujo, la danza, el macramé o una mímica abstracta. ¿Evitarían las connotaciones, raíz del engaño? Honneur des hommes, etc. Sí, pero un honor que se deshonra a cada frase, como un burdel de vírgenes si la cosa fuera posible.

ÉTICA

Autor: Jorge Gaitán Durán

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Nos olvidamos de la muerte, mas la muerte no nos olvida,

Sino nos cuida, como el padre y la madre después de haber
gozado
El cuerpo se levanta en la noche para velar al hijo que odian,
Nos acaricia la planta de los pies en el lecho donde nos
ayuntamos,
Solícita. En vano propone una eternidad falaz, Celestina
De las almas, afrenta de dioses que no existen al hombre.
En vano se desesperan los amantes por no ser inmortales.
Son ellos su destino, mas se castran. Cambian su obra
Por dos billetes de banco: uno, la fe; otro, la justicia.
En vano siempre. Mueren sin vivir todo lo que humano es
En la tierra o el infierno. La carne que alzarlos debió, los
abaja.
Ilustraciòn de Josè Guadalupe Posada

A la espera de la oscuridad

Autora: Alejandra Pizarnik

sonar-oscuridad

Ese instante que no se olvida
Tan vacío devuelto por las sombras
Tan vacío rechazado por los relojes
Ese pobre instante adoptado por mi ternura
Desnudo desnudo de sangre de alas
Sin ojos para recordar angustias de antaño
Sin labios para recoger el zumo de las violencias
Perdidas en el canto de los helados campanarios

Ampáralo niña ciega de alma
Ponle tus cabellos escarchados por el fuego
Abrázalo pequeña estatua de terror
Señálale el mundo convulsionado a tus pies
A tus pies donde mueren las golondrinas
Tiritantes de pavor frente al futuro
Dile que los suspiros del mar
Humedecen las únicas palabras
Por las que vale vivir

Pero ese instante sudoroso de nada
Acurrucado en la cueva del destino
Sin manos para decir nunca
Sin manos para regalar mariposas
A los niños muertos

Monsieur Monod no sabe cantar

Autora: Blanca Varela

CAFE

querido mío
te recuerdo como la mejor canción
esa apoteosis de gallos y estrellas que ya no eres
que ya no soy que ya no seremos
y sin embargo muy bien sabemos ambos
que hablo por la boca pintada del silencio
con agonía de mosca
al final del verano
y por todas las puertas mal cerradas
conjurando o llamando ese viento alevoso de la memoria
ese disco rayado antes de usarse
teñido según el humor del tiempo
y sus viejas enfermedades
o de rojo
o de negro
como un rey en desgracia frente al espejo
el día de la víspera
y mañana y pasado y siempre
noche que te precipitas
(así debe decir la canción)
cargada de presagios
perra insaciable (un peu fort)
madre espléndida (plus doux)
paridora y descalza siempre
para no ser oída por el necio que en ti cree
para mejor aplastar el corazón
del desvelado
que se atreve a oír el arrastrado paso
de la vida
a la muerte
un cuesco de zancudo un torrente de plumas
una tempestad en un vaso de vino
un tango

el orden altera el producto
error del maquinista
podrida técnica seguir viviendo tu historia
al revés como en el cine
un sueño grueso
y misterioso que se adelgaza
the end is the beginning
una lucecita vacilante como la esperanza
color clara de huevo
con olor a pescado y mala leche
oscura boca de lobo que te lleva
de Cluny al Parque Salazar
tapiz rodante tan veloz y tan negro
que ya no sabes
si eres o te haces el vivo
o el muerto
y sí una flor de hierro
como un último bocado torcido y sucio y lento
para mejor devorarte

querido mío
adoro todo lo que no es mío
tú por ejemplo
con tu piel de asno sobre el alma
y esas alas de cera que te regalé
y que jamás te atreviste a usar
no sabes cómo me arrepiento de mis virtudes
ya no sé qué hacer con mi colección de ganzúas
y mentiras
y con mi indecencia de niño que debe terminar este
[cuento
ahora que ya es tarde
porque el recuerdo como las canciones
la peor la que quieras la única
no resiste otra página en blanco
y no tiene sentido que yo esté aquí
destruyendo lo que no existe

querido mío
a pesar de eso
todo sigue igual
el cosquilleo filosófico después de la ducha
el café frío el cigarrillo amargo el Cieno Verde
en el Montecarlo
sigue apta para todos la vida perdurable
intacta la estupidez de las nubes
intacta la obscenidad de los geranios
intacta la vergüenza del ajo
los gorrioncitos cagándose divinamente en pleno cielo
de abril
Mandrake criando conejos en algún círculo
del infierno
y siempre la patita de cangrejo atrapada
en la trampa del ser
o del no ser
o de no quiero esto sino lo otro
tú sabes
esas cosas que nos suceden
y que deben olvidarse para que existan
verbigracia la mano con alas
y sin mano
la historia del canguro —Aquélla de la bolsa o la vida—
o la del capitán encerrado en la botella
para siempre vacía
y el vientre vacío pero con alas
y sin vientre
tú sabes
la pasión          la obsesión
la poesía          la prosa
el sexo             el éxito
o viceversa
el vacío congénito
el huevecillo moteado
entre millones y millones de huevecillos moteados
tú y yo
you and me
toi et moi
tea for two
en la inmensidad del silencio
en el mar intemporal
en el horizonte de la historia
porque ácido ribonucleico somos
pero ácido ribonucleico enamorado siempre

 

Roque Dalton: Correspondencia clandestina (1973-1975)

Publicamos la primera parte de un ensayo sobre la correspondencia entre el poeta salvadoreño Roque Dalton y su ex cónyuge Aída Cañas en los años finales de la vida del poeta. La investigación para este ensayo –que consta de cuatro partes– ha sido realizada gracias al apoyo de la Old Gold Fellowship de la Universidad de Iowa y a la colaboración de los herederos del poeta.

 

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Las cartas las encontré por casualidad en los archivos de la familia Dalton. Yo había viajado desde Iowa City hasta San Salvador con un objetivo preciso: Juan José y Jorge, los hijos y herederos del poeta Roque Dalton, me habían autorizado a revisar los archivos de la familia en los que yo esperaba encontrar la primera versión y los cuadernos de notas del último capítulo de la novela Pobrecito poeta que era yo (Educa, Costa Rica, octubre de 1976), publicada dieciséis meses después de que el poeta fuera asesinado por sus compañeros guerrilleros en San Salvador acusado de traición. El último capítulo de la novela, titulado «José. La luz del túnel», relata los cincuenta y un días de cautiverio de Dalton en manos del ejército salvadoreño, que lo secuestró como parte de una vasta operación lanzada por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) estadounidense en septiembre y octubre de 1964 para desactivar y, de ser posible, reclutar las redes del espionaje cubano en varios países centroamericanos, México y República Dominicana. Dalton relata los interrogatorios a los que fue sometido por un agente de inteligencia estadounidense, quien le proponía convertirse en doble agente y que, ante la negativa del poeta a colaborar, le advirtió que no tendría una muerte heroica sino la de un traidor, tal como sucedió once años más tarde. El poeta tuvo la suerte de poder escapar de ese secuestro por circunstancias fortuitas, narradas en la novela. Mi propósito era encontrar el manuscrito original de ese capítulo[1] para compararlo con la versión final publicada en el libro y con los cables desclasificados de la CIA de ese periodo[2]. No tuve suerte: encontré versiones originales de los demás capítulos de la novela[3], pero no de ese último. En vez de ello, además de hacerme una idea de la dimensión de los archivos conservados por la familia Dalton, descubrí la carpeta con las cartas.

 

Era una carpeta muy delgada, sin ningún distintivo, título o marca. En su interior había dieciséis cartas: algunas de ellas eran originales y otras copias en papel carbón, deterioradas por el tiempo. Las primeras tres, firmadas por Roque, estaban destinadas a su ex esposa Aída Cañas, a su madre María García, y a Frank, el nuevo compañero de Aída; aunque carecían de lugar de remisión, estaban fechadas en 1973 (24 de junio, 18 de agosto y 20 de octubre, respectivamente) y por lo tanto pertenecían al periodo (de abril a diciembre de 1973) en que Dalton había hecho creer que residía en Vietnam. A esa altura yo ya sabía que el tal viaje al país del sudeste asiático había sido una estratagema, y que en verdad en esos meses él nunca salió de Cuba, sino que permaneció confinado quién sabe en qué casa de seguridad o campo de entrenamiento[4], en espera de la luz verde para su ingreso clandestino a El Salvador a incorporarse en la guerrilla. La estratagema fue de tal envergadura que su compañera cubana de entonces (la actriz y directora teatral Miriam Lazcano), y sus amigos escritores y editores estaban convencidos de que Dalton se encontraba en Vietnam, y hasta el mismo Julio Cortázar se refiere en su necrológica sobre Dalton «a la última carta que recibí de él, fechada en Hanoi el 15 de agosto de 1973, pero llegada a mis manos muchísimo después por razones que nunca sabré»[5]. Leí las tres cartas, pues, con mucho interés y comprobé que la única que estaba en «la humedad del secreto» era su ex esposa Aída, en tanto que a los otros dos corresponsales les decía que estaba del otro lado del mundo.

Pero fueron las siguientes trece cartas las que causaron mi azoro: nueve eran dirigidas a Ana y firmadas porMiguel; las otras cuatro eran respuestas de Ana a Miguel. Y estaban fechadas entre diciembre de 1973 y enero de 1975, ¡el periodo en que Dalton vivió como combatiente clandestino en El Salvador!

 

La historia que se ha venido contando hasta ahora es la siguiente: Dalton habría ingresado clandestinamente a El Salvador el 24 de diciembre de 1973, por el aeropuerto de Ilopango, con un pasaporte falso a nombre de Julio Delfos Marín (o «Dreyfus», según otra versión, que ve en ese apellido una premonición de lo que a su portador le acontecería), y con su rostro modificado por una cirugía facial que le habría hecho en Cuba el mismo equipo médico que alteró el rostro del Ché Guevara antes de su aventura boliviana[6]. Esa historia dice que Dalton se incorporó al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) en calidad de asesor de su dirección, que permaneció 15 meses en El Salvador (desde su ingreso en diciembre hasta su asesinato el 10 de mayo de 1975), que participó en pocas acciones armadas[7], sus contribuciones fueron más en el ámbito político e ideológico y que fue precisamente por una discusión política que sus propios camaradas lo asesinaron bajo la acusación primero, de ser agente cubano, y luego, de ser agente de la CIA. Esa es la historia que se ha venido contando. La correspondencia entre Miguel (Roque) y Ana (Aída) aporta, empero, nuevas aristas y meandros a lo que se conoce de ese periodo de la vida del poeta.

 

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«Querida Ana: Bueno, aquí te va mi primer saludo desde la nueva casa. Todos estamos bien y las cosas mejor de las (sic) que esperaba. Ya estoy trabajando a pesar de mi salud, creo que con atender al médico todo irá bien. He pensado mucho en Uds. y deseo estén de lo mejor. Diles a Rafaelito, Jaimito y Julito que los recuerdo mucho y que espero que sigan bien portados y estudiosos. A Mónica reitérale mi cariño…». Esto dice la primera carta enviada por Miguel, escrita a máquina y fechada el 11 de diciembre de 1973. Seis días más tarde, en una carta manuscrita, dice: «Querida Ana: Te escribo para enviarte un par de recordatorios que se me quedaron en el tintero. Primero es que cuando te escriba las menciones y cosas para mi amiga será para “Mónica”…».

Según esta correspondencia, Dalton habría entrado a El Salvador no el 24 de diciembre, como se asegura en varios textos, sino desde principios del mes. Quizá este sería un detalle sin importancia si no fuera porque evidencia la falta de confiabilidad que merecen aquellos que estuvieron con Dalton en la clandestinidad y fueron parte de la trama que culminó con su asesinato[8].

Las trece cartas están escritas en clave, pero no con una criptografía especializada. En su tercera carta, del 28 de diciembre de 1973, refiriéndose a sus primeras impresiones sobre el trabajo del ERP, Miguel le dice a Ana: «Puedo darte la seguridad de que se trata de un negocio serio, de gente responsable. Me he dado cuenta de que la empresa, aunque no es millonaria, tiene solvencia moral y económica y vale la pena invertir en ella esfuerzo, dinero y confianza, ya que los trabajadores y ejecutivos que en ella trabajan no son irresponsables y engañadores, que no le andan ofreciendo empleo a cualquiera. Las ganancias vendrán luego y hay que ver el porvenir con esperanza. Los seguros de vida y los demás son ramas delicadas, pero con una casa de experiencia y sobre todo de principios morales vale la pena hacer el esfuerzo».

No se necesita ser muy sagaz para entender lo que Dalton le cuenta aquí a Aída, quien permanece todo ese tiempo en La Habana a cargo de sus tres hijos. La clave es la mínima que debe utilizar un combatiente clandestino en su correspondencia (el uso de seudónimos y el enmascaramiento de situaciones, básicamente) cuando ésta no pasará por las oficinas del correo sino que será entregada en mano. Unas cartas de Dalton le llegaron a Aída a La Habana a través de militantes del ERP que visitaban la isla; otras seguramente gracias a operadores de inteligencia cubanos que las traían desde México.

Los seudónimos utilizados por Dalton parecen haber sido escogidos al azar, sin ninguna connotación especial. Si él es Miguel y Aída Ana, los tres hijos adolescentes de ambos son Rafaelito (Roque Antonio),Jaimito (Juan José) y Julito (Jorge); la compañera que Dalton dejó en La Habana, Miriam Lezcano, es Mónica. Cuando menciona a su madre –María, tan importante en la vida del poeta, como se verá más adelante– se refiere a «mi señora». Otros personajes, como los editores del poeta en Costa Rica, México y Cuba, apenas son enmascarados. Y cuando menciona a su entorno político lo llama por el seudónimo que cada quien utilizaba en ese período.

 

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Para un revolucionario el paso a la clandestinidad tiene matices de iniciación, tanto por la renuncia a la vieja vida como por la aventura desconocida a la que se entra. Se trata de convertirse en otra persona, de desprenderse del pasado, de aquello que lo pueda hacer reconocible a los ojos del enemigo: debe cambiar de nombre, apariencia, costumbres, rutinas y en especial la forma de asumirse a sí mismo. Ya no es quien antes era sino uno nuevo, inventado.

Dalton parece haber cumplido con este ritual. Lo que había sido quedaba en Cuba: el poeta bohemio, el polemista radical, el borracho provocador, el mujeriego, el escritor torrencial. Ahora se convirtió en otro, en el compañero Julio, quien debía asumir los valores y la vida rigurosa de un combatiente clandestino, una vida que habría consistido en pasar buena parte del tiempo encerrado, asistir a reuniones con cuadros de suma confianza, escribir documentos, y participar en entrenamientos y cursos políticos –una rutina bastante aburrida para alguien con el talante de Dalton. En su caso, ciertamente, cada salida a la calle implicaba una aventura, una segregación de adrenalina, porque no le cabían dudas de que si el ejército lo detectaba, difícilmente saldría con vida. Sin embargo, la poesía que escribió en ese periodo (publicada póstumamente bajo el título de Poemas clandestinos y firmada por cuatro heterónimos) carece de anécdotas personales, tan comunes en su obra anterior, y hasta donde se sabe, tampoco escribió ningún texto narrativo en esos meses, como si hubiese querido evitar la menor posibilidad de ser reconocido en un escrito que cayese en manos de sus enemigos.

Las cartas de Miguel a Ana también carecen de anécdotas, pero revelan que esa metamorfosis exterior a la que se sometió Dalton, ese cambio en sus rutinas, apariencia y conducta, no lo liberó de las preocupaciones fundamentales que habían marcado su vida hasta ese momento, y que la seguirían marcando en la clandestinidad, ni de su particular forma de ser.

 

Dije que en enero de 2013 viajé a San Salvador con el propósito de buscar en el archivo de la familia Dalton el manuscrito del último capítulo de la única novela del poeta, que mi búsqueda fue infructuosa pero que en vez de ello encontré por casualidad el fólder con las cartas enviadas por Dalton a su ex esposa desde la clandestinidad. Lo que no dije es que, también por casualidad, Aída Cañas, quien aún vivía en La Habana, se encontraba de visita en la casa donde estaban guardados los archivos. Yo no sabía que ella estaría ahí, y me enteré la noche anterior gracias a uno de sus hijos. Por supuesto que yo tenía alguna información sobre ella y su historia con Dalton, pero solo la había visto en fotos. A la mañana siguiente, antes de encerrarme en la habitación donde se conservaban los archivos, Jorge me presentó a su madre, una mujer bastante bien conservada, que aparentaba menos de los setenta y nueve años que tenía. Fue gracias a ella, a las dos largas conversaciones de sobremesa que sostuvimos, que pude entender varios de los asuntos tratados en las cartas que acababa de descubrir y de los que ella había sido protagonista.

 

Aída y Roque se casaron el sábado 26 de julio de 1955; ella tenía veintidós años y él veinte. Se habían conocido en el barrio San Miguelito, en San Salvador, donde Roque creció y donde residía una tía abuela de Aída, a quien ésta visitaba con frecuencia. Tres meses después de la boda nació su primer hijo. Dalton estudiaba derecho en la Universidad de El Salvador; Aída se dedicaba a labores de ama de casa. Vivían en un apartamento en la parte trasera de la casa de la madre de Roque, María, ubicada en la esquina de la calle 5 de Noviembre y la Segunda Avenida Norte del mencionado barrio San Miguelito y donde ella tenía una tienda llamada La Royal. En los primeros días de junio de 1957, Dalton partió hacia Moscú para participar en el Festival de la Juventud y los Estudiantes; regresó en la tercera semana de octubre, cuatro meses y medio después, periodo en el que Aída sobrevivió, ya con dos niños, gracias a la ayuda de las familias de ambos. Unas semanas después de su regreso, antes de que terminara el año, el dirigente obrero Salvador Cayetano Carpio llegó al apartamento de San Miguelito a comunicarle oficialmente a Dalton que su solicitud de ingreso al Partido Comunista Salvadoreño (PCS) había sido aprobada; Aída les preparó un caldo de pollo para que celebraran. Pronto Dalton comenzaría a trabajar como periodista y también a sufrir las consecuencias de su vida de militante. Su primera estadía en la cárcel comienza el 16 de diciembre de 1959, cuando el gobierno militar lo acusó de desordenes callejeros; un año más tarde, el 8 de octubre,  Dalton fue llevado de nuevo a la cárcel «reclamado por tribunales militares por delitos de rebelión y sedición»: se había escondido en una finca cerca de Zacatecoluca, propiedad de un familiar de Aída, donde los militares los capturaron a ambos: en la foto del periódico aparece Aída, con una expresión impasible en el rostro, junto a su marido[9]. A partir de ese periodo, la vida de Dalton estuvo marcada por persecuciones, cárceles, exilios en México y Cuba, expulsiones a los vecinos países centroamericanos, y los cincuenta y un días de secuestro que mencioné al principio; en tanto que la vida de Aída estuvo marcada por la zozobra en su apartamento vigilado por la policía, las visitas a autoridades judiciales y la presentación de habeas corpus para indagar por el destino de su marido, y la sobrevivencia con sus tres niños gracias al apoyo de  su familia y de María. Luego del secuestro y la huida a finales de 1964, Dalton pudo finalmente instalarse en Praga en mayo de 1965; Aída lo alcanzó con los chicos en agosto. Vivieron con cierta estabilidad un poco más de dos años en la capital checa, donde Dalton era representante del PCS ante la Revista Internacional. Pero el periplo no había terminado. A finales de 1967, la familia se instaló en Cuba, donde Aída se quedaría a vivir para siempre. A esta altura la relación con Dalton había tocado fondo: se divorciaron a mediados de 1972. Dalton comenzó una nueva relación con Miriam Lezcano y Aída con Manuel Terrero, quien es mencionado en las cartas como Frank o Francisco, un exmilitar dominicano que peleó contra la invasión de tropas estadounidenses a su país y luego se exilió en Cuba[10].

La segunda carta: 17 de diciembre de 1973. © Archivo familia Dalton.

Pese al divorcio y a las nuevas relaciones sentimentales de ambos, Aída continuó siendo la mujer esencial en la vida de Dalton: la corresponsal, la confidente, la amiga, la secretaria y gestora de su obra, la única que en verdad sabía (aparte de sus jefes en las estructuras clandestinas) dónde él se encontraba, hasta que la noticia de su asesinato le explotó en las narices.

 

Pero dejemos que sea Dalton quien cuente los motivos y el significado de su divorcio de Aída, y que se lo cuente precisamente a María, su madre, en la carta enviada el 15 de agosto de 1973 desde Cuba, pero que él escribe como si estuviese en Vietnam: «Como le explicaba en una carta o en más de una carta, Aída y yo decidimos divorciarnos y lo hicimos hace ya más de un año, pero siempre conservando una cordial amistad, el cuidado mutuo por nuestros problemas y sobre todo la atención común con los niños. Creo que el divorcio fue mucho mejor para los dos y así lo piensa también Aída. El divorcio no se hizo por razones de enojo, por falta de respeto, o por falta de compañerismo, sino porque la relación se había agotado, una cosa que suele pasarle a la gente y que hay que saberla ver con franqueza y era peor forzar las cosas. Los niños ya grandes y formados con bastante seriedad por el ambiente en que han vivido en los últimos años lo entendieron todo muy bien, sin traumas ni nada por el estilo. Incluso antes de dar el paso legal, lo consultamos con ellos y ellos estuvieron de acuerdo. Además, por la forma en que vivimos, aquí en este caso no hay lo de la mujer abandonada a su suerte pues la sociedad tiene un lugar para toda persona honrada que trabaje. Yo no tengo absolutamente nada que reprochar a Aída, al contrario nunca podría pagarle los años de nuestra vida en común en que fue una compañera ejemplar y abnegada, la cual cualquier hombre honesto y serio podría buscar. Mucho de lo que pude hacer fue por su ayuda y lo que son los niños ahora, también se le debe en gran parte a su dedicación. Lo que pasa es que la vida es compleja y uno aprende a ver con otros ojos las cosas y tiene otros criterios respecto a las relaciones humanas y por ejemplo no le da ya carácter de tragedia a una situación que un divorcio mejoraría. En el caso de nosotros fue así y ya ha pasado el tiempo y todo el mundo contento. Aída, los niños y yo. Incluso Aída me ayuda en mis necesidades editoriales, hace trabajo de oficina cuando hay necesidad de copias de mis libros, etc. Y yo siempre, aunque esté como ahora lejos y viajando, me mantengo al tanto de ella y los niños y siento la misma responsabilidad que si siguiéramos casados. Al fin y al cabo ellos salieron de su tierra y de su familia para seguirme a mí y yo no sería capaz jamás de desentenderme de ellos».

Que un hombre como Dalton, a sus 38 años de edad, con tantas cárceles y exilios a sus espaldas, que se definía como revolucionario y en esos momentos estaba siendo adiestrado para meterse de cabeza en la guerra de guerrillas, estuviese preocupado por lo que su madre pensara de su divorcio, pudiese parecer a primera vista extraño, fuera de lugar; que alguien que estaba dejando atrás su viejo mundo para entrar en la aventura del «hombre nuevo» estuviese empeñado en convencer a su madre de las bondades de su divorcio podría parecer una estratagema destinada a distraer a sus enemigos militares en caso de que la carta cayese en sus manos. Pero no, no era una estratagema: María, su madre, fue para Dalton una de esas preocupaciones que lo siguieron siempre, pese a su cambio de vida.

 

Dalton fue hijo único e ilegítimo. Su madre, María García Medrano, era una enfermera salvadoreña; su padre, Winnall Agustín Dalton, era un estadounidense originario de Tucson, Arizona, que llegó a Centroamérica tras un riesgoso periplo a través de México, luego de que él y su hermano se birlaran los 25 mil dólares que Pancho Villa les habría dado para la compra de armas. Winall recaló en El Salvador, donde se casó con una rica terrateniente y enseguida se posicionó entre las familias más pudientes del país. Pero nunca perdió su temperamento fogoso: tras una escaramuza a tiros por un pleito de faldas con otro millonario, Benjamín Bloom, Winnall llegó herido de bala en la pierna al hospital, donde lo atendió la enfermera García Medrano. Hubo un amorío, quizá fugaz, entre el gringo rico y la enfermera pobre del que meses más tarde nació –a las 13:14 horas del 14 de mayo de 1935– Roque Antonio García. Y ese fue su nombre, con el que creció junto a su madre (y una empleada llamada Pille) en el barrio San Miguelito, con el que estudió la primaria y se graduó de bachiller, Roque Antonio García, hasta que su padre lo legitimó y adoptó el apellido paterno, cuando el muchacho tenía 17 años y se disponía a partir hacia Chile a estudiar Derecho. Su padre fue eso: una referencia, alguien con quien nunca compartió techo ni vida diaria, al que frecuentó poco, quien le pagó los mejores colegios y el viaje de estudios a Chile, pero que vivía en otro mundo con su familia legítima, el mundo de los ricos[11].

La tercera carta, del Día de los Inocentes de 1973. © Archivo familia Dalton.

El mundo de Roque era María.

Por eso no es de extrañar que la mayor parte de la correspondencia que se conserva de Dalton sea la que dirigió a su madre durante sus viajes y sus exilios (y que ella conservó como un preciado tesoro); por eso tampoco es de extrañar que en el último periodo de su vida, cuando se convirtió en el guerrillero clandestino, su madre permaneciera como una preocupación permanente: en cada una de las nueve cartas queMiguel le envía a Ana se refiere a María, y en específico al viaje que ésta se proponía hacer a La Habana para visitar a su hijo, su nuera y a sus nietos.

En la primera carta, del 11 de diciembre de 1973, apenas llegado a El Salvador, Dalton escribe: «Hemos estado examinando el asunto de las dos señoras y creo que no habrá problema. Creo que debes írselos planteando en la forma en que quedamos, pues así se ahorra tiempo y si al final surgiera un obstáculo insuperable, que no creo, pues se rectificaría. Lo único que será a fines de mes con la segunda gente que llegará que te haré saber la forma en que se debería tratar mi asunto con mi señora». Las dos señoras son María y Carmen, la madre de Aída, es decir, las abuelas de los niños. La «segunda gente» a la que se refiere es una militante del ERP que pronto viajaría a La Habana y con quien enviaría instrucciones para el viaje.

Seis días más tarde, el 17 de diciembre, en carta manuscrita, Miguel vuelve al tema: «Segundo es que si al final marcha el viaje de las señoras, que lo que deben hacer es, ya con la visa de ida y vuelta de los mexicanos, presentarse donde Ángel y decir que se trata de mi madre y mi suegra o mamá tuya, etc. Y ya. Los compañeros les colocarán la visa rápido». Y en la carta del 28 de diciembre, le insiste a Ana: «Te ruego le pongas particular empeño al caso de mi señora, sobre todo para saber si eso camina a la mayor brevedad, para saber a qué atenerme y ver que si la decisión sale en el sentido en que te mando a decir, podamos poner de nuestra parte». Y añade una postdata: «No sé si se lo dejé claro a mi prima pero por supuesto que lo de mi señora deberás comunicárselo a los patrones para que estén al tanto. Asimismo creo que quedó claro que los pasajes de buses a partir de la ciudad de México o sea lo que tenemos que pagar en dólares, nos lo proporcionarían ellos, como hicimos siempre. Si para el regreso hubiera dificultades hay que resolver frente a la realidad, si hay dinero o no, etc. Aunque en todo caso ya veremos cómo se resolvería si hay dificultades». La «prima» es la militante que ha viajado a La Habana, los «patrones» son sus enlaces cubanos y cuando habla de pasajes de buses debe entenderse boletos de avión.

María ya había visitado Cuba una vez. Lo más probable es que haya llegado para las navidades de 1968 –tenía casi cuatro años de no ver a su hijo, nuera y nietos, desde que estos partieron hacia el exilio en Praga en 1965­–, y que haya permanecido poco más de tres meses en la isla, hasta el 8 de abril de 1969, cuando regresó a El Salvador[12]. A mediados del año siguiente, María pudo encontrarse de nuevo con Aída y sus nietos: pero en esa ocasión estos viajaron desde La Habana a San Salvador gracias a un salvoconducto especial[13]; Dalton, por supuesto, no iba con ellos. Hacia diciembre de 1973, cuando este ingresó a la clandestinidad en San Salvador, hacía más de cuatro años que no se encontraba con su madre. ¿La buscaría, ahora que estaban en la misma ciudad, o se mantendría alejado por las estrictas normas de seguridad?

 

En la correspondencia entre Miguel y Ana hay un salto o un vacío: Miguel envía tres cartas en diciembre de 1973, pero la siguiente está fechada en San Salvador hasta el 22 de mayo de 1974 (al pie de la hoja está manuscrito entre paréntesis lo siguiente: «recibida el 13 de junio de 1974»). ¿Qué sucedió en esos casi cinco meses? ¿Hubo otras cartas que se extraviaron y nunca llegaron a su destinataria en La Habana? ¿O Dalton se dedicó a ganarse la calle como combatiente clandestino, metido de cabeza en el trabajo conspirativo, y decidió olvidarse por unos meses de su vieja vida? Pareciera que sucedió esto último, que el tiempo corrió de manera precipitada para quien vivía una nueva cotidianidad, pues en la misiva del 28 de diciembre le había dicho a Ana: «A la par te mando una cartita para Mónica»; y en la del 22 de mayo se refiere a ello: «Espero que habrás recibido carta anterior en que te adjuntaba también una nota para Mónica»[14].

 

Así comienza la carta del 22 de mayo:

«Querida Ana:

«Antes que nada un saludo para ti, para tu esposo y para los tres muchachos. Siempre se les recuerda con el mayor cariño. Y si se les escribe poco es por las circunstancias que comprenderán.

«Yo estoy bien, trabajando mucho y ampliando las posibilidades de la empresa lo más posible.

«Voy a puntualizarte los asuntos de mayor urgencia:

«1.- Hablé con mi señora. Ella estaría dispuesta a hacer el viaje de todas maneras pero consideramos que lo mejor sería que fuera entre septiembre y octubre por razones de clima y más desahogo de huéspedes en esa. Lo más probable es que viajaría también la otra señora de tu familia y por ello se lograría una gestión para obviar las dificultades del regreso por la vía más cómoda».

Leer ese «hablé con mi señora» me cimbró. ¿Cómo habló con ella, personalmente o por teléfono? ¿Se atrevió a abordarla en la calle o llegó a la tienda La Royal haciéndose pasar por un cliente cualquiera, con su nuevo rostro y su nueva identidad, violando las más elementales normas de seguridad? ¿O la llamó desde un teléfono público haciéndole creer que la llamaba desde el extranjero? ¿No estaba el teléfono de María permanentemente intervenido por el régimen militar? Lo cierto es que habló con ella y que trataron el plan para una nueva visita de María a la Habana, en esta ocasión junto a la madre de Aída, Carmen.

El poeta y sus hijos: Juan José, Roque Antonio y Jorge, de izquierda a derecha.

En la siguiente carta, fechada el 10 de agosto, y que Aída no recibió sino hasta el 27 de noviembre, según la anotación manuscrita al pie de la misma, Miguelinsiste en el tema: «Ahora voy a hablarte de lo referente al viaje de mi señora y su acompañante. La última noticia es que ya hablaron con el hermano de la acompañante[15] y éste prometió hacer todo cuanto esté a su alcance para que las dificultades se arreglen. Pero por lo que me dicen la cosa no marchará antes de Septiembre u Octubre. Es que la acompañante de mi señora ha estado considerando que eres tú la que tiene que avisarles que ya no hay problemas y que pueden ir. Yo le escribí a mi señora explicándole que el problema no está donde tú estás sino en la estación intermedia. Y esa carta mi señora se la enseñó al hermano de su acompañante y cree que ya entendieron cómo es la cosa (…) Ahora bien, deberás ir pensando en lo que habrá que hacer para tratar mis problemas con la acompañante. Se me ocurre que o le digas que yo esperé y como no llegaron nunca me fui de vuelta a mi trabajo o bien que mi señora me espere y la acompañante se regrese. Mi señora está muy bien y me estimula mucho, aunque de salud yo no la veo nada bien. Por cierto, quiero que le pidas a Chus de mi parte que si es posible les coloquen el ticket del bus desde el pueblo de Alberto y la Consuelo[16] hasta donde tú, como solíamos hacer, ya que el pisto no abunda y eso no les grava a ellos mucho (…) Mi señora por supuesto ya sabe cómo tratar con su acompañante mis problemas».

Si en mayo Miguel escribe que había hablado con su madre, en agosto dice que le ha escrito una carta, en la que le ha dado explicaciones sobre cómo resolver los problemas del próximo viaje a La Habana; también dice que doña María «está muy bien y lo estimula mucho», aunque enseguida aclara que «de salud yo no la veo nada bien». Los problemas a los que se refiere al final de la misiva se reducían a que Carmen, la madre de Aída, fuera a descubrir que Dalton estaba clandestino en El Salvador y se lo comentara a su hermano, el ex diputado del régimen militar.

 

La correspondencia entre Miguel y Ana da un vuelco a finales de agosto de 1974. Dalton ha salido de El Salvador por primera vez en nueve meses. La carta está fechada el 29 de agosto, escrita a mano, en tres hojas de papel membretado del Hotel Isabel (ubicado en la calle Isabel La Católica 63, en el centro de la Ciudad de México), con la agitación de quien acaba de salir a la luz luego de un encierro prolongado. Tras un efusivo saludo («Queridísima Ana: Queridísimos cipotes»), explica que está en México «por razones de trabajo», que «adelanta estas letras apresuradas para cosas urgentes», que pronto escribirá con largueza y que permanecerá en esa ciudad hasta el 15 de septiembre «y tal vez un poquito más». Pese a que la carta está suscrita por Miguel, Dalton se salta las convenciones de enmascaramiento y menciona sus libros y sus editores por sus nombres reales; también se refiere a «Jesús», el cubano que seguramente era el enlace con la embajada, gracias a quien la correspondencia correría por vía de la valija diplomática. Luego de pedir información sobre un problema entre Aída y militantes del ERP que llegaron a La Habana y sobre el estado de sus libros, Miguel retoma el tema del viaje a Cuba de su madre y de su ex suegra: «Con mi mamá quedamos en que yo te escribiría de aquí y que a tu vez tú le avisarías que yo ya regresé a La Habana. Ellas seguirán su trámite de viaje por México por las dudas. Si llegan la onda sería decirles que yo las esperé todo lo que pude y tuve que regresar a V.Nam. Te enviaré cartas para que se las entregues al llegar ella a La Habana y yo le escribiré desde aquí diciéndole que estoy en La Habana por unos días y que se apuren si quieren verme, etc. Sería bueno que hablaras por teléfono a tu mamá para ver cómo están las cosas y le dices que yo ya llegué allí o estoy por llegar (quizá mejor esto). Y así se entienden de una vez. Asimismo puedes pensar en la vía de Panamá. No sé cuando se iniciarán los vuelos, pero la cosa allí puede ser interesante. Avísame».

La primera carta desde México, recién llegado de El Salvador. © Archivo familia Dalton.

Lo primero que destaca es que Dalton ya se ha puesto de acuerdo con su madre sobre cómo tratar el hecho de que él no estará en La Habana cuando ambas señoras lleguen, pero lo que le preocupa es lo que pueda pensar Carmen, la madre de Aída, a quien le parecerá muy raro que su ex yerno no esté a la vista y que ni siquiera se le pueda contactar telefónicamente. Dalton teme que la cobertura de Vietnam colapse y Carmen termine sospechando que realmente se encuentra metido en la guerrilla salvadoreña, tal como sucedía.

En su carta de respuesta, fechada en septiembre, pero con el día tachado, Ana lo tranquiliza: «En cuanto a las recomendaciones que me haces para cuando vengan las señoras madres será así como me indicas, pienso llamarlas por teléfono la próxima semana para (que) viajen ya en el próximo mes o a fines de este. La vía Panamá todavía no se cuenta con ella, así es que todo se arreglaría por México , no te imaginas las inmensas ganas que tenemos de verlas a las dos. Ojalá todo les salga bien y podamos dentro de poco gozar de tan querida presencia».

Pero Dalton sigue preocupado, ansioso por los detalles que garanticen que su estratagema siga funcionando ante su ex suegra, tal como se desprende la segunda carta enviada desde México y fechada el 18 de septiembre: «Con respecto a los viajes de las señoras está bien lo que dices. De todas maneras hagamos de caso que yo he llegado a La Habana entre el 20 de septiembre y el 10 de octubre. Lo ideal sería que ellas llegaran después de esa fecha y le digan a tu mamá que yo me acabo de ir, etc. Yo escribiré hoy mismo a mi mamá anunciando que yo estaré ahí contigo a partir del 20 de septiembre. Si llamas por teléfono entre esas fechas di que yo ya estoy allí y que si no salgo al teléfono es porque estoy en mi nueva casa, con mi nueva mujer».

La última Navidad del poeta. © Archivo familia Dalton.

Los preparativos de esas coartadas, sin embargo, no sirvieron de nada: Dalton regresa de México a El Salvador a incorporarse a su trabajo clandestino sin que el viaje de las «señoras madres» María y Carmen se haya producido. Algo, que no está registrado en las cartas, ha fallado. Transcurren octubre, noviembre y la mayor parte de diciembre sin correspondencia y, por lo mismo, sin noticias del viaje. Dalton cumple un año de vivir clandestinamente en su país y, tal como se desprende de la siguiente carta, ha permanecido en comunicación con su madre. La misiva de Miguel está fechada el 23 de diciembre, aunque Ana la recibió hasta el 18 de enero –según el registro manuscrito a un costado–, y sobre el viaje de las señora dice: «Salen el día 3 y tienen el proyecto de estar tres meses allí. Esto tiene para mí la dificultad que supones: tu señora verá raro mi problema. Creo que lo mejor es decir que yo estuve, no pude esperar más y me fui. Con mi señora he hablado esto y lo que haremos es escribirle, etc. Te envío la primera carta. En esto tú y los muchachos deberán tener los cuidados necesarios. Por un momento se dio la posibilidad de que yo cayera por allí mientras ellas estaban, pero por ahora eso se ha descartado, aunque si hay un chance se trataría de hacer y matar varios pájaros de un tiro. Difícil, por el trabajo intenso, pero a lo mejor. Mientras tanto hay que partir del hecho de que yo estuve y me fui y que no podré regresar en el tiempo en que ellas están, por razones de mi trabajo y que el plan sería que mi señora volviera un año después para vernos, etc. Deben de ver que no se vayan a desesperar y que si han decidido tres meses que en eso queden para no andar cambiando los planes. Se podría aprovechar para que mi señora se hiciera un buen chequeo, sobre todo del corazón y las vías respiratorias. Por favor se lo pides a Gui[17]».

La última carta enviada por Miguel que se conserva en los archivos de la familia Dalton está fechada el 5 de enero de 1975, dos días después de la supuesta partida de las señoras, y en ella el autor da por un hecho queAna ha recibido la anterior misiva y por ello se limita a decir: «Ya te adelanté sobre el viaje de mi señora». Pero Aída no recibe la carta hasta el 18 de enero, como hemos visto, y responde tres días más tarde, con evidente preocupación, en la que será la última carta de la carpeta: «En cuanto a las señoras te diré que estoy tremendamente preocupada pues hasta la fecha no han aparecido, hace como diez días hablé por teléfono con la hermana de mi madrina y me dice que están trabadas con los trámites ».

María y Carmen llegaron finalmente a La Habana en los últimos días de enero, según me refirió Aída en una de las sobremesas. Ella y los tres chicos siguieron el guión según el cual su padre estaba en Vietnam. Hasta dónde lograron engañar a la abuela Carmen es algo que no le pregunté a Aída, pero Juan José Dalton me asegura que Carmen nunca sospechó de la estratagema y que no se enteró de que Dalton estaba en El Salvador sino hasta que se dio a conocer públicamente su asesinato; también reconfirma que su abuela María «sí vio a mi papá en la clandestinidad»[18]. Las ex consuegras permanecieron en Cuba con Aída y sus nietos un poco más de tres meses. Salieron hacia San Salvador a través de México en los primeros días de mayo, tal como se desprende de un recibo oficial del consulado mexicano en Cuba, fechado el 30 de abril y que dice: «Recibí de María García Medrano, autorizado por el Gobierno de los Estados Unidos Mexicanos, la cantidad de 100 pesos. Cuenta de aplicación: FM6. Concepto: Ley de impuesto de migración»[19]. No es una exageración afirmar que María llegó a San Salvador en momentos en que la conspiración para matar a Dalton estaba a punto de culminar; tampoco es una exageración suponer que ella llegó con la ilusión de que ese 10 de mayo, Día de la Madre, su único hijo la contactara, con la ilusión de poder hablar con él luego de tres meses de silencio (llamarla desde San Salvador a La Habana para Dalton hubiese sido mortal en sus condiciones). ¿Habrá sentido ella en su corazón que el silencio de su hijo ese 10 de mayo era el silencio de la muerte, que mientras ella esperaba su aparición, o su llamada, sus camaradas lo estaban ejecutando?

 

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