La Tregua (Fragmentos seleccionados)

Autor: Mario Benedetti

9786071131577

 

Lunes 11 de febrero

Que yo me sienta, todavía hoy, ingenuo e inmaduro (es decir, con sólo los defectos de la juventud y casi ninguna de sus virtudes) no significa que tenga el derecho de exhibir esa ingenuidad y esa inmadurez. Tuve una prima solterona que cuando hacía un postre lo mostraba a todos, con una sonrisa melancólica y pueril que le había quedado prendida en los labios desde la época en que hacía méritos frente al novio motociclista que después se mató en una de nuestras tantas Curvas de la Muerte. Ella vestía correctamente, en un todo de acuerdo con sus cincuenta y tres; en eso y lo demás era discreta, equilibrada, pero aquella sonrisa reclamaba, en cambio, un acompañamiento de labios frescos, de piel rozagante, de piernas torneadas, de veinte años. Era un gesto patético, sólo eso, un gesto que no llegaba nunca a parecer ridículo, porque en aquel rostro había, además, bondad. Cuántas palabras, sólo para decir que no quiero parecer patético.

Sábado 23 de febrero

Dios mío, qué aburrimiento. Sólo entonces formuló la pregunta más lógica: “Che, ¿total te casaste con Isabel?”.”Sí, y tengo tres hijos”, contesté, acortando camino. Él tiene cinco. Qué suerte. “¿Y cómo está Isabel? ¿Siempre guapa?” “Murió”, dije, poniendo la cara más inescrutable de mi repertorio. La palabra sonó como un disparo y él -menos mal- quedó desconcertado. Se apuró a terminar el tercer café y en seguida miró el reloj. Hay una especie de reflejo automático en eso de hablar de la muerte y mirar en seguida el reloj.

Lunes 25 de febrero

Pero Blanca preguntó: “¿Así que se acordaba de mamá?”. Me pareció que Jaime iba a decir algo, creo que movió los labios, pero decidió quedarse callado. “Feliz de él”, agregó Blanca, “yo no me acuerdo”. “Yo sí”, dijo Esteban. ¿Cómo se acordará? ¿Como yo, con recuerdos de recuerdos, o directamente, como quien ve la propia cara en el espejo? ¿Será posible que él, que sólo tenía cuatro años, posea la imagen, y que a mí, en cambio, que tengo registradas tantas noches, tantas noches, tantas noches, no me quede nada? Hacíamos el amor a oscuras. Será por eso. Seguro que es por eso. Tengo una memoria táctil de esas noches, y ésa sí es directa. Pero ¿y el día? Durante el día no estábamos a oscuras. Llegaba a casa cansado, lleno de problemas, tal vez rabioso con la injusticia de esa semana, de ese mes.

A veces hacíamos cuentas. Nunca alcanzaba. Acaso mirábamos demasiado los números, las sumas, las restas, y no teníamos tiempo de mirarnos nosotros. Donde ella esté, si es que está, ¿qué recuerdo tendrá de mí?

En definitiva, ¿importa algo la memoria? “A veces me siento desdichada, nada más que de no saber qué es lo que estoy echando de menos”, murmuró Blanca, mientras repartía los duraznos en almíbar. Nos tocaron tres y medio a cada uno.

Sábado 2 de marzo

Anoche, después de treinta años, volví a soñar con mis encapuchados. Cuando yo tenía cuatro años o quizá menos, comer era una pesadilla. Entonces mi abuela inventó un método realmente original para que yo tragase sin mayores problemas la papa deshecha. Se ponía un enorme impermeable de mi tío, se colocaba la capucha y unos anteojos negros. Con ese aspecto, para mí terrorífico, venía a golpear en mi ventana. La sirvienta, mi madre, alguna tía, coreaban entonces: “jAhí está don Policarpo!”. Don Policarpo era una especie de monstruo que castigaba a los niños que no comían. Clavado en mi propio terror, el resto de mis fuerzas alcanzaba para mover mis mandíbulas a una velocidad increíble y acabar de ese modo con el desabrido, abundante puré. Era cómodo para todos. Amenazarme con don Policarpo equivalía a apretar un botón casi mágico. Al final se había convertido en una famosa diversión. Cuando llegaba una visita, la traían a mi cuarto para que asistiera a los graciosos pormenores de mi pánico. Es curioso cómo a veces se puede llegar a ser tan inocentemente cruel. Porque, además del susto, estaban mis noches, mis noches llenas de encapuchados silenciosos, rara especie de Policarpos que siempre estaban de espaldas, rodeados de una espesa bruma. Siempre aparecían en fila, como esperando turno para ingresar a mi miedo. Nunca pronunciaban palabra, pero se movían pesadamente en una especie de intermitente balanceo, arrastrando sus oscuras túnicas, todas iguales, ya que en eso había venido a parar el impermeable de mi tío. Era curioso: en mi sueño sentía menos horror que en la realidad. Y, a medida que pasaban los años, el miedo se iba convirtiendo en fascinación. Con esa mirada absorta que uno suele tener por debajo de los párpados del sueño, yo asistía como hipnotizado a la cíclica escena. A veces, soñando otro sueño cualquiera, yo tenía una oscura conciencia de que hubiera preferido soñar mis Policarpos. Y una noche vinieron por última vez. Formaron en su fila, se balancearon, guardaron silencio, y como de costumbre, se esfumaron. Durante muchos años dormí con una inevitable desazón, con una casi enfermiza sensación de espera. A veces me dormía decidido a encontrarlos, pero sólo conseguía crear la bruma y, en raras ocasiones, sentir las palpitaciones de mi antiguo miedo. Sólo eso. Después fui perdiendo aun esa esperanza y llegué insensiblemente a la época en que empecé a contar a los extraños el fácil argumento de mi sueño. También llegué a olvidarlo. Hasta anoche.

Viernes 29 de marzo

Qué viento asqueroso, me costó un triunfo llegar por Ciudadela desde Colonia hasta la Plaza. A una muchacha el viento le levantó la pollera. A un cura le levantó la sotana. Jesús, qué panoramas tan distintos.

Domingo 31 de marzo

Esta tarde, cuando salía del California, vi desde lejos a la del ómnibus, la “mujer del codo”. Venía con un tipo corpulento, de aspecto deportista y con dos dedos de frente. Cuando el tipo reía, era como para ponerse a reflexionar sobre las imprevistas variantes de la imbecilidad humana.

Domingo 23 de junio

A ella le gustaba todo, pero la tensión no le dejaba disfrutar de nada. Cuando llegó el momento de descorchar el champán, ya no estaba pálida. “¿Hasta qué hora podés quedarte?”, pregunté. “Hasta tarde.” “¿Y tu madre?” “Mi madre sabe lo nuestro.”

Un golpe bajo, evidentemente. Así no vale. Me sentí como desnudo, con esa desesperada desnudez de los sueños, cuando uno se pasea en calzoncillos por Sarandí y la gente lo festeja de vereda a vereda. “Y eso ¿por qué?”, me atreví a preguntar. “Mi madre sabe todo lo mío.” “¿Y tu padre?” “Mi padre vive fuera del mundo. Es sastre. Horrible. Nunca vayas a hacerte un traje con él. Los hace todos a la medida del mismo maniquí. Pero además es teósofo. Y anarquista. Nunca pregunta nada. Los lunes se reúne con sus amigos teósofos y glosa a la Blavatsky hasta la madrugada; los jueves vienen a casa sus amigos anarquistas y discuten a grito pelado sobre Bakunin y sobre Kropótkin. Por lo demás es un hombre tierno, pacífico, que a veces me mira con una dulce paciencia y me dice cosas muy útiles, de las más útiles que he escuchado jamás.” Me gusta mucho que hable de los suyos, pero hoy me gustó especialmente. Me pareció que era un buen presagio para la inauguración de nuestra flamante intimidad. “Y tu madre, ¿qué dice de mí?” Mi trauma psíquico proviene de la madre de Isabel. “¿De vos? Nada. Dice de mí.” Terminó con el resto del champán que quedaba en la copa y se limpió los labios con la servilletita de papel. Ya no le quedaba nada de pintura. “Dice de mí que soy una exagerada, que no tengo serenidad.” “¿Con respecto a lo nuestro o con respecto a todo?” “A todo. La teoría de ella, la gran teoría de su vida, la que la mantiene en vigor es que la felicidad, la verdadera felicidad, es un estado mucho menos angélico y hasta bastante menos agradable de lo que uno tiende siempre a soñar. Ella dice que la gente acaba por lo general sintiéndose desgraciada, nada más que por haber creído que la felicidad era una permanente sensación de indefinible bienestar, de gozoso éxtasis, de festival perpetuo. No, dice ella, la felicidad es bastante menos (o quizá bastante más, pero de todos modos otra cosa) y es seguro que muchos de esos presuntos desgraciados son en realidad felices, pero no se dan cuenta, no lo admiten, porque ellos creen que están muy lejos del máximo bienestar. Es algo semejante a lo que pasa con los desilusionados de la Gruta Azul. La que ellos imaginaron es una gruta de hadas, no sabían bien cómo era, pero sí que era una gruta de hadas, en cambio llegan allí y se encuentran con que todo el milagro consiste en que uno mete las manos en el agua y se las ve levemente azules y luminosas.” Evidentemente, le agrada relatar las reflexiones de su madre. Creo que las dice como una convicción inalcanzable para ella, pero también como una convicción que ella quisiera fervientemente poseer. “Y vos, ¿cómo te sentís?”, pregunté, “¿como si te vieras las manos levemente azules y luminosas?” La interrupción la trajo a la tierra, al momento especial que era este hoy. Dijo: “Todavía no las introduje en el agua”, pero en seguida se sonrojó. Porque, claro, la frase podía tomarse como una invitación, hasta por una urgencia que ella no había querido formular. Yo no tuve la culpa, pero ahí estuvo mi repentina desventaja. Se levantó, se recostó en la pared, y me preguntó con un tonito que quería ser simpático, pero que en realidad era notoriamente inhibido: “¿Puedo pedirte un primer favor?”. “Podés”, respondí, y ya tenía mis temores. “¿Dejás que me vaya, así sin otra cosa? Hoy, sólo por hoy. Te prometo que mañana todo irá bien.” Me sentí desilusionado, imbécil, comprensivo. “Claro que te dejo. No faltaba más.” Pero faltaba. Cómo no que faltaba.

Lunes 24 de junio

Inesperadamente, no dijo nada ofensivo. Debe ser que la fiebre lo ha debilitado. Más aún, llegó a disculparse: “Puede ser que tengas razón. Siempre ando de mal genio. Yo qué sé. Como si me sintiera incómodo conmigo mismo”. Como confidencia y partiendo de Esteban, era casi una exageración. Pero como autocrítica, creo que está muy aproximada a la verdad. Hace tiempo que me da la impresión de que el paso de Esteban no sigue al de su conciencia. “¿Qué dirías vos si dejo el empleo público?” “¿Ahora?” “Bueno, ahora no. Cuando me cure, si me curo. Dijo el médico que a lo mejor tengo para unos cuantos meses.” “¿Y a qué se debe esta viaraza?” “No me preguntes demasiado. ¿No te alcanza con que quiera cambiar?” “Sí que me alcanza. Me dejás muy contento. Lo único que me preocupa es que si precisás una licencia por enfermedad, es más fácil que la consigas donde estás ahora.” “A vos, cuando tuviste el tifus, ¿te echaron? ¿Verdad que no? Y faltaste como seis meses.” En realidad, le llevaba la contra por el puro placer de oírlo afirmarse. “Lo principal, ahora, es que te cures. Después veremos.” Entonces se lanzó a un largo retrato de sí mismo, de sus limitaciones, de sus esperanzas. Tan largo, que llegué a la oficina a las tres y cuarto, y tuve que disculparme con el gerente. Yo estaba impaciente, pero no me sentía con derecho a interrumpirlo. Era la primera vez que Esteban se confiaba. No podía defraudarlo. Después hablé yo. Le di algún consejo, pero muy amplio, sin fronteras. No quería espantarlo. Y creo que no lo espanté. Cuando me fui le palmeé la rodilla que abultaba bajo la frazada. Y me dedicó una sonrisa. Dios mío, me pareció la cara de un extraño. ¿Será posible? Por otra parte, un extraño lleno de simpatía. Y es mi hijo. Qué bien.

Sábado 6 de julio

Desde el dormitorio, ella me llamó. Se había levantado, así, envuelta en la frazada, y estaba junto a la ventana mirando llover. Me acerqué, yo también miré cómo llovía, no dijimos nada por un rato. De pronto tuve conciencia de que ese momento, de que esa rebanada de cotidianidad, era el grado máximo de bienestar, era la Dicha. Nunca había sido tan plenamente feliz como en ese momento, pero tenía la hiriente sensación de que nunca más volvería a serlo, por lo menos en ese grado, con esa intensidad. La cumbre es así, claro que es así. Además estoy seguro de que la cumbre es sólo un segundo, un breve segundo, un destello instantáneo, y no hay derecho a prórrogas. Allá abajo un perro trotaba sin prisa y con bozal, resignado a lo irremediable. De pronto se detuvo y obedeciendo a una rara inspiración levantó una pata, después siguió su trote tan sereno. Realmente, parecía que se había detenido a cerciorarse de que seguía lloviendo. Nos miramos a un tiempo y soltamos la risa. Me figuré que el hechizo se había roto, que la famosa cumbre había pasado… Pero ella estaba conmigo, podía sentirla, palparla, besarla. Podía decir simplemente: “Avellaneda.” “Avellaneda” es, además, un mundo de palabras. Estoy aprendiendo a inyectarle cientos de significados y ella también aprende a conocerlos. Es un juego. De mañana digo: “Avellaneda”, y significa: “Buenos días”. (Hay un “Avellaneda” que es reproche, otro que es aviso, otro más que es disculpa.) Pero ella me malentiende a propósito para hacerme rabiar. Cuando pronuncio el “Avellaneda” que significa: “Hagamos el amor”, ella muy ufana contesta: “¿Te parece que me vaya ahora? jEs tan temprano!”. Oh, los viejos tiempos en que Avellaneda era sólo un apellido, el apellido de la nueva auxiliar (sólo hace cinco meses que anoté: “La chica no parece tener muchas ganas de trabajar, pero al menos entiende lo que uno le explica”), la etiqueta para identificar a aquella personita de frente ancha y boca grande que me miraba con enorme respeto. Ahí está ahora, frente a mí, envuelta en su frazada. No me acuerdo cómo era cuando me parecía insignificante, inhibida, nada más que simpática. Sólo me acuerdo de cómo es ahora: una deliciosa mujercita que me atrae, que me alegra absurdamente el corazón, que me conquista. Parpadeé conscientemente, para que nada estorbara después. Entonces mi mirada la envolvió, mucho mejor que la frazada; en realidad, no era independiente de mi voz, que ya había empezado a decir: “Avellaneda”. Y esta vez me entendió perfectamente.

Lunes 8 de julio

Esteban ya se levanta. Su enfermedad nos ha dejado un buen saldo, tanto a él como a mí. Hemos tenido dos o tres conversaciones francas, verdaderamente saludables. Incluso hablamos alguna vez de generalidades, pero con naturalidad, sin que el mutuo fastidio dictara las respuestas.

Sábado 13 de julio

Ella está a mi lado, dormida. Estoy escribiendo en una hoja suelta, esta noche lo pasaré a la libreta. Son las cuatro de la tarde, el final de la siesta. Empecé a pensar en una comparación y terminé con otra. Está aquí, al lado mío, el cuerpo de ella. Afuera hace frío, pero aquí la temperatura es agradable, más bien hace calor. El cuerpo de ella está casi al descubierto, la frazada y la sábana se han deslizado hacia un costado. Quise comparar este cuerpo con mis recuerdos del cuerpo de Isabel. Evidentemente, eran otras épocas. Isabel no era delgada, sus senos tenían volumen, y por eso caían un poco. Su ombligo era hundido, grande, oscuro, de márgenes gruesos. Sus caderas eran lo mejor, lo que más me atraía; tengo una memoria táctil de sus caderas. Sus hombros eran llenos, de un blanco rosáceo. Sus piernas estaban amenazadas por un futuro de várices, pero todavía eran hermosas, bien torneadas. Este cuerpo que está a mi lado no tiene absolutamente ningún rasgo en común con aquél. Avellaneda es flaca, su busto me inspira un poquito de piedad, sus hombros están llenos de pecas, su ombligo es infantil y pequeño, sus caderas también son lo mejor (¿o será que las caderas siempre me conmueven?), sus piernas son delgadas pero están bien hechitas. Sin embargo, aquel cuerpo me atrajo y éste me atrae. Isabel tenía en su desnudez una fuerza inspiradora, yo la contemplaba e inmediatamente todo mi ser era sexo, no había por qué pensar en otra cosa. Avellaneda tiene en su desnudez una modestia sincera, simpática e inerme, un desamparo que es conmovedor. Me atrae profundamente, pero aquí el sexo es sólo un tramo de la sugestión, del llamamiento. La desnudez de Isabel era una desnudez total, más pura quizá. El cuerpo de Avellaneda es una desnudez con actitud. Para quererla a Isabel bastaba con sentirse atraído por su cuerpo. Para quererla a Avellaneda es necesario querer el desnudo más la actitud, ya que ésta es por lo menos la mitad de su atractivo. Tener a Isabel entre los brazos significaba abrazar un cuerpo sensible a todas las reacciones físicas y capaz también de todos los estímulos lícitos. Tener en mis brazos la concreta delgadez de Avellaneda, significa abrazar además su sonrisa, su mirada, su modo de decir, el repertorio de su ternura, su reticencia a entregarse por completo y las disculpas por su reticencia. Bueno, ésa era la primera comparación. Pero vino la otra, y esa otra me dejó gris, desanimado. Mi cuerpo de Isabel y mi cuerpo de Avellaneda. Qué tristeza. Nunca he sido un atleta, líbreme Dios. Pero aquí había músculos, aquí había fuerza, aquí había una piel lisa, tirante. Y sobre todo no había tantas otras cosas que desgraciadamente ahora hay. Desde la calvicie desequilibrada (el lado izquierdo es el más desierto), la nariz más ancha, la verruga del cuello, hasta el pecho con islas pelirrojas, el vientre retumbante, los tobillos varicosos, los pies con incurable, deprimente micosis. Frente a Avellaneda no me importa, ella me conoce así, no sabe cómo he sido. Pero me importa ante mí, me importa reconocerme como un fantasma de mi juventud, como una caricatura de mí mismo. Hay una compensación quizá: mi cabeza, mi corazón, en fin, yo como ente espiritual, quizá sea hoy un poco mejor que en los días y las noches de Isabel. Sólo un poco mejor, tampoco conviene ilusionarse demasiado. Seamos equilibrados, seamos objetivos, seamos sinceros, vaya. La respuesta es: “¿Eso cuenta?”. Dios, si es que existe, debe estar allá arriba haciéndose cruces. Avellaneda (oh, ella existe) está ahora acá abajo abriendo los ojos.

Martes 30 de julio

Tal vez yo exagere la nota, situando a mis hijos (o permitiendo que ellos se encaramen allí) en una función de jueces. Yo he cumplido con ellos. Les he dado instrucción, cuidado, cariño. Bueno, quizá en el tercer rubro he sido un poco avaro. Pero es que yo no puedo ser uno de esos tipos que andan siempre con el corazón en la mano. A mí me cuesta ser cariñoso, inclusive en la vida amorosa. Siempre doy menos de lo que tengo. Mi estilo de querer es ése, un poco reticente, reservado el máximo sólo para las grandes ocasiones. Quizá haya una razón y es que tengo la manía de los matices, de las gradaciones. De modo que si siempre estuviera expresando el máximo, ¿qué dejaría para esos momentos (hay cuatro o cinco en cada vida, en cada individuo) en que uno debe apelar al corazón en pleno? También siento un leve resquemor frente a lo cursi, y a mí lo cursi me parece justamente eso: andar siempre con el corazón en la mano. Al que llora todos los días, ¿qué le queda por hacer cuando le toque un gran dolor, un dolor para el cual sean necesarias las máximas defensas? Siempre puede matarse, pero eso, después de todo, no deja de ser una pobre solución. Quiero decir que es más bien imposible vivir en crisis permanente, fabricándose una impresionabilidad que lo sumerja a uno (una especie de baño diario) en pequeñas agonías.

Lunes 12 de agosto

Ayer de tarde estábamos sentados junto a la mesa. No hacíamos nada, ni siquiera hablábamos. Yo tenía apoyada mi mano sobre un cenicero sin ceniza. Estábamos tristes: eso era lo que estábamos, tristes. Pero era una tristeza dulce, casi una paz. Ella me estaba mirando y de pronto movió los labios para decir dos palabras. Dijo: “Te quiero”. Entonces me di cuenta de que era la primera vez que me lo decía, más aún, que era la primera vez que lo decía a alguien. Isabel me lo hubiera repetido veinte veces por noche. Para Isabel, repetirlo era como otro beso, era un simple resorte del juego amoroso. Avellaneda, en cambio, lo había dicho una vez, la necesaria. Quizá ya no precise decirlo más, porque no es juego: es una esencia.

Entonces sentí una tremenda opresión en el pecho, una opresión en la que no parecía estar afectado ningún órgano físico, pero que era casi asfixiante, insoportable. Ahí, en el pecho, cerca de la garganta, ahí debe estar el alma, hecha un ovillo. “Hasta ahora no te lo había dicho”, murmuró, “no porque no te quisiera, sino porque ignoraba por qué te quería. Ahora lo sé”. Pude respirar, me pareció que la bocanada de aire llegaba desde mi estómago. Siempre puedo respirar cuando alguien explica las cosas. El deleite frente al misterio, el goce frente a lo inesperado, son sensaciones que a veces mis módicas fuerzas no soportan. Menos mal que alguien explica siempre las cosas. “Ahora lo sé. No te quiero por tu cara, ni por tus años, ni por tus palabras, ni por tus intenciones. Te quiero porque estás hecho de buena madera.” Nadie me había dedicado jamás un juicio tan conmovedor, tan sencillo, tan vivificante. Quiero creer que es cierto, quiero creer que estoy hecho de buena madera. Quizá ese momento haya sido excepcional, pero de todos modos me sentí vivir. Esa opresión en el pecho significa vivir.

Domingo 8 de septiembre

Esta tarde hicimos el amor. Lo hemos hecho tantas veces y sin embargo no lo he registrado. Pero hoy fue algo maravilloso. Nunca en mi vida, ni con Isabel ni con nadie, me sentí tan cerca de la gloria. A veces pienso que Avellaneda es como una horma que se ha instalado en mi pecho y lo está agrandando, lo está poniendo en condiciones adecuadas para sentir cada día más. Lo cierto es que yo ignoraba que tenía en mí esas reservas de ternura. Y no me importa que ésta sea una palabra sin prestigio. Tengo ternura y me siento orgulloso de tenerla. Hasta el deseo se vuelve puro, hasta el acto más definitivamente consagrado al sexo se vuelve casi inmaculado. Pero esa pureza no es mojigatería, no es afectación, no es pretender que sólo apunto al alma. Esa pureza es querer cada centímetro de su piel, es aspirar su olor, es recorrer su vientre, poro a poro. Es llevar el deseo hasta la cumbre.

Una despedida

Autor. Jorge Luis Borges

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Tarde que socavó nuestro adiós.
Tarde acerada y deleitosa y monstruosa como un ángel oscuro.
Tarde cuando vivieron nuestros labios en la desnuda intimidad
– ——-
de los besos.
El tiempo inevitable se desbordaba
——– sobre el abrazo inútil.
Prodigábamos pasión juntamente, no para nosotros sino para la
——- –soledad ya cercana.
Nos rechazó la luz; la noche había llegado con urgencia.
Fuimos hasta la verja en esa gravedad de la sombra que ya el
———lucero alivia.
Como quien vuelve de un perdido prado yo volví de tu abrazo.
Como quien vuelve de un país de espadas yo volví de tus
——– lágrimas.
Tarde que dura vívida como un sueño
——– entre las otras tardes.
Después yo fui alcanzando y rebasando
———Noches y singladuras.

 

AQUILES O LA MENTIRA

Autora: Marguerite Yourcenar

Tomado de: “Fuegos”

9788466322508

Habían apagado todas las lámparas. Las sirvientas, en la sala de abajo, tejían a
ciegas los hilos de una inesperada trama, que se convertía en la de las Parcas; un inútil
bordado colgaba de las manos de Aquiles. El vestido negro de Misandra ya no se distinguia
del vestido rojo de Deidamía; el vestido blanco de Aquiles parecía verde bajo la luna. Desde
la llegada de aquella joven extranjera en que todas las mujeres presentían un dios, el temor
se había introducido en la Isla como una sombra acostada a los pies de la belleza. El día ya
no era día, sino la máscara rubia de las tinieblas. Los senos de mujer se hacían coraza en
un pecho de soldado. En cuanto Tetis vio formarse en los ojos de Júpiter la película de los
combates en que sucumbiría Aquiles, buscó por todos los mares del mundo una isla, una
roca, un lecho estanco para flotar sobre el porvenir. Aquella diosa inquieta rompió los cables
submarinos que transmitían a la Isla el fragor de las batallas, reventó el ojo del faro que
guiaba a los navíos, echó a fuerza de tempestades a los pájaros migratorios que podían
llevarle a su hijo mensajes de sus hermanos de armas. Como las campesinas que visten de
mujer a sus hijos enfermos para despistar a la Fiebre, ella lo había vestido con sus túnicas
de diosa para engañar a la Muerte. Aquel hijo infectado de mortalidad le recordaba la única
culpa de su juventud divina: se había acostado con un hombre sin tomar la banal precaución
de convertirlo en dios. En el hijo se encontraban los toscos rasgos del padre, revestidos de
una belleza que sólo de ella procedía y que algún día le harían más penosa la obligación de
morir. Envuelto en sedas, en mil velos de gasa, enredado en collares de oro, Aquiles se había introducido, por orden suya, en la torre de las doncellas; acababa de salir del colegio
de los Centauros: cansado de bosques, soñaba con cabelleras; harto de gargantas salvajes,
soñaba con senos de mujer. El refugio femenino donde lo encerraba su madre se
transformó, para aquel emboscado, en una sublime aventura; era preciso entrar, con la
protección de un corsé o de un vestido, en ese amplio continente inexplorado de la Mujer en
donde el hombre no ha penetrado hasta ahora sino como un vencedor, y a la luz de los
incendios de amor. Tránsfuga del campo de los machos, Aquiles venía a intentar aquí la
suerte única de ser algo diferente a sí mismo. Para los esclavos, él pertenecía a la raza
asexuada de los amos; el padre de Deidamía llevaba la aberración hasta amar en él a la
virgen que no era; tan sólo las dos primas se negaban a creer en aquella muchacha
demasiado parecida a la imagen ideal que un hombre se hace de las mujeres. Aquel joven
ignorante de las realidades del amor empezaba, en el lecho de Deidamía, su aprendizaje de
luchas, estertores y subterfugios; su desvanecimiento sobre aquella tierna víctima servía de
sustituto a un goce más terrible, que él no sabía dónde tomar, cuyo nombre ignoraba y que
no era otro sino la Muerte. El amor de Deidamía, los celos de Misandra rehacían de él el
duro contrario de una mujer. Ondeaban las pasiones en la torre como chales de seda
atormentados por la brisa. Aquiles y Deidamía se aborrecían como los que se aman;
Misandra y Aquiles se amaban como los que se aborrecen. Aquella enemiga de fuertes
músculos se convertía para Aquiles en lo equivalente a un hermano, aquel rival delicioso enternecía a Misandra como si fuera una especie de hermana. Cada ola que por la Isla
pasaba traía consigo unos mensajes: los cadáveres griegos, impulsados a alta mar por
inauditos vientos, eran otros tantos residuos del ejército naufragado por no tener ayuda de
Aquiles. Buscábanlos los proyectores bajo un disfraz de astro. La gloria, la guerra,
vagamente entrevistas entre las nieblas del porvenir, le parecían queridas exigentes cuya
posesión le obligaría a cometer innumerables crímenes: en el fondo de aquella prisión de
mujeres creía poder escapar a los ruegos de sus futuras víctimas. Una barca embarazada
de reyes hizo un alto al pie del apagado faro, que no era sino un escollo más: Ulises,
Patroclo y Tersites, advertidos por una carta anónima, habían anunciado su visita a las
princesas. Misandra, de súbito complaciente, ayudaba a Deidamía a colocar unas horquillas
en el pelo de Aquiles. Sus anchas manos temblaban, como si acabara de dejar caer un
secreto. Las puertas abiertas de par en par dejaron entrar a la noche, a los reyes, al viento,
al cielo cuajado de signos. Tersites respiraba agitadamente, cansado de subir la escalera de
los mil escalones y se frotaba con las manos sus angulosas rodillas de inválido: parecía un
rey que, por cicatería, se hubiera convertido en su propio bufón. Patroclo, vacilante ante el
hurón escondido entre aquellas Damas, tendía al azar sus manos enguantadas de hierro. La
cabeza de Ulises recordaba una moneda usada, roída y herrumbrosa, en la que aún se
distinguían las facciones del rey de Itaca. Con la mano a modo de visera, como un marino
en la punta de un mástil, examinaba a las princesas adosadas a la pared como una triple
estatua de mujer. Los cabellos cortos de Misandra, sus grandes manos que sacudían con
fuerza las de los jefes, su desenfado, hicieron que, en un principio, él la tomara por
escondite de un varón. Los marineros de la escolta desclavaban unos cajones y
desembalaban -mezcladas con los espejos, las joyas y los neceseres de esmalte- las armas
de Aquiles, que él sin duda se apresuraría a esgrimir. Pero los cascos que manejaban las
seis manos pintadas recordaban los que utilizan los peluqueros; los cintos reblandecidos se
convertían en cinturones femeninos ; entre los brazos de Deidamía, un escudo redondo
parecía una cuna. Como si el disfraz fuera un maleficio del que nada escapaba en la Isla, el
oro se convertía en plata sobredorada, los marinos en máscaras y los reyes en buhoneros.
Tan sólo Patroclo resistía al sortilegio, lo rompía como una hoja desnuda. Un grito de
admiración de Deidamía lo señaló a la atención de Aquiles, que saltó hacia aquel acero vivo,
tomó entre sus manos la dura cabeza cincelada como el pomo de una espada, sin
percatarse de que sus velos, sus pulseras y sus sortijas hacían de su ademán un arrebato
de enamorada. La lealtad, la amistad, el heroísmo, dejaban de ser palabras de hipócritas
que disfrazan sus almas: la lealtad residía en aquellos ojos que permanecían límpidos ante
el amasijo de mentiras; la amistad podría albergarse en los corazones de ambos; la gloria
sería su porvenir. Patroclo, ruborizándose, rechazó aquel abrazo de mujer. Aquiles
retrocedió, dejó caer los brazos, vertió unas lágrimas que no hacían sino perfeccionar su
disfraz de doncella, pero que proporcionaron a Deidamía nuevas razones para preferir a
Patroclo. Miradas, sonrisas interceptadas como si fueran una correspondencia amorosa, la
turbación del joven abanderado, medio ahogado por aquella marea de encajes, convirtieron
el desconcierto de Aquiles en un furioso ataque de celos. EI muchacho vestido de bronce eclipsaba las imágenes nocturnas que de Deidamía conservaba Aquiles, y el uniforme
superaba, a sus ojos de mujer, el pálido destello de un cuerpo desnudo. Aquiles cogió
torpemente una espada, que soltó inmediatamente, y utilizó sus manos para apretar el
cuello de Deidamía, sus manos envidiosas del éxito de una compañera. Los ojos de la mujer
estrangulada saltaron como dos largas lágrimas; intervinieron los esclavos; las puertas, al
cerrarse con un ruido de millares de suspiros, ahogaron los últimos estertores de Deidamía:
los reyes, desconcertados, se hallaron al otro lado del umbral. La habitación de las Damas
se llenó de una oscuridad sofocante, interna, que nada tenía que ver con la noche. Aquiles,
arrodillado, escuchaba cómo la vida de Deidamía se escapaba de su garganta lo mismo que
el agua del cuello demasiado estrecho de una jarra. Se sentia más separado que nunca de
aquella mujer que él había tratado, no sólo de poseer, sino de ser: cada vez menos cercana,
a medida que él iba apretando su cuello, el enigma de ser una muerta venía a añadirse en
ella al misterio de ser una mujer. Palpaba con horror sus senos, sus caderas, sus cabellos
desnudos. Se levantó, tanteando las paredes en donde ya no se abría ninguna salida,
avergonzado de no haber reconocido en los reyes los secretos emisarios de su propio valor,
seguro de haber dejado escapar su única probabilidad de ser un dios. Los astros, la venganza de Misandra, la indignación del padre de Deidamía, se unirían para mantenerlo
encerrado en aquel palacio sin fachada a la gloria: sus mil pasos en torno al cadáver
compondrían en lo sucesivo la inmovilidad de Aquiles. Unas manos casi tan frías como las
de Deidamía se posaron en su hombro: se quedó estupefacto al oír a Misandra proponerle
la huida antes de que estallara sobre él la cólera del padre todopoderoso. Confió su muñeca
a la mano de aquella fatal amiga y siguió los pasos de aquella muchacha, que tan bien se
desenvolvía en las tinieblas, sin saber si Misandra obedecía a un rencor o a una gratitud
sombría, si llevaba por guía a una mujer que se vengaba o a una mujer a quien él había
vengado. Las puertas cedían y luego volvían a cerrarse: las desgastadas baldosas se
hundían suavemente bajo sus pies como el blando hueco de una ola; Aquiles y Misandra
continuaban su descenso en espiral, cada vez más deprisa, como si su vértigo fuera un
peso. Misandra contaba los escalones, desgranaba en voz alta una suerte de rosario de
piedra. Por fin encontraron una puerta que daba al acantilado, a los diques, a las escaleras
del faro: el aire salado como la sangre y las lágrimas brotó y salpicó el rostro de la extraña
pareja aturdida por aquella marea de frescor. Con una risa dura, Misandra detuvo a la
hermosa criatura, ya preparada para saltar, y le tendió un espejo en donde el alba le
permitía ver su rostro, como si ella no hubiera consentido en llevarlo hasta la luz del día sino
para infligirle, en un reflejo más espantoso que el vacío, la prueba pálida y maquillada de su
no-existencia de dios. Pero su palidez de mármol, sus cabellos que ondeaban al viento
como el penacho de un casco, su maquillaje mezclado con el llanto que se le pegaba a las
mejillas como la sangre de un herido, mostraban, al contrario, dentro del estrecho marco,
todos los futuros aspectos de Aquiles, como si aquel delgado espejo hubiera encarcelado al
porvenir. La hermosa criatura solar se arrancó el cinturón, se deshizo del chal y quiso
liberarse de sus asfixiantes gasas, pero temió exponerse más al fuego de los centinelas si
cometía la imprudencia de mostrarse desnudo. Durante un instante, la más dura de aquellas
dos mujeres divinas se inclinó sobre el mundo, dudando si tomar sobre sus propios hombros
la carga del destino de Aquiles, de Troya en llamas y de Patroclo vengado, ya que ni el más
perspicaz de los dioses o de los carniceros hubiera podido distinguir aquel corazón de
hombre de su propio corazón. Prisionera de sus senos, Misandra empujó las dos hojas de la
puerta, que gimieron en su nombre, e impulsó con el codo a Aquiles hacia todo lo que ella
no podría ser. La puerta volvió a cerrarse tras la enterrada viva: libre como un águila,
Aquiles corrió a lo largo de la barandilla, bajó precipitadamente las escaleras, descendió
veloz por las murallas, saltó precipicios, rodó como una granada, se disparó como una flecha, voló como una Victoria. Las rocas le rasgaban los vestidos sin morder su carne
invulnerable: la ágil criatura se detuvo, desató su sandalias y ofreció a las plantas de sus
pies descalzos una probabilidad de ser heridas. La escuadra levaba anclas: se oían voces
de sirenas que cruzaban el mar; la arena, agitada por el viento, apenas grababa los pies
ligeros de Aquiles. Una cadena tensada por la resaca amarraba la barca al malecón y sus
máquinas se estremecían para una próxima marcha: Aquiles se subió al cable de las Parcas
con los brazos abiertos, sostenido por las alas de sus chales flotantes, protegido como por
blanca nube por las gaviotas de su madre marina. De un salto, aquella muchacha
despeinada en quien nacía un dios subió a la popa del navío. Los marineros se arrodillaron,
prorrumpieron en exclamaciones, saludaron con maravillados exabruptos la llegada de la
Victoria. Patroclo abrió los brazos, creyó reconocer a Deidamía; Ulises movió la cabeza;
Tersites se echó a reír. Nadie
sospechaba que aquella diosa no era una mujer.

 

Los 70 años de un mito vivo

Silvio Rodríguez.

El autor de clásicos como “Sueño con serpientes”, “Unicornio” y “La maza” los cumple hoy.

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El viernes 18 de noviembre, en la Plaza del Cristo de La Habana Vieja, Silvio Rodríguez llegó a los 77: a esa cantidad de recitales en su “Gira por los barrios” de La Habana. Hoy celebra otro número en tiempos arduos: Silvio Rodríguez Domínguez cumple 70 años de vida.

 

El cantautor y poeta nació en 1946 en San Antonio de los Baños, se crió en una familia campesina y se volvió un ícono mundial del movimiento de la Nueva Trova Cubana junto a Pablo Milanés, Vicente Feliú y Noel Nicola. Se lo considera -con Ernesto Lecuona- el mejor compositor del siglo XX en Cuba y en 1997 fue nombrado Artista UNESCO por la Paz. Hoy, a sus 70 años, Silvio Rodríguez sigue de gira con su guitarra por los barrios cubanos más pobres.

 

Es un mito viviente de la trova: el arte de combinar belleza poética y melódica con el compromiso para con los pueblos de América latina. Con 50 años de carrera, Rodríguez es otro de los símbolos de la Revolución Cubana, que dio un nuevo giro el viernes 25, cuando falleció a los 90 años su líder Fidel Castro. Pero la visión de la Revolución en Silvio Rodríguez -que incluso fue diputado en Cuba- nunca fue burocrática: su defensa siempre se acompañó de señalamientos sinceros desde adentro.

“Hicimos cotidiano este hábito de ir y cantarle a la gente; seguimos haciendo lo que empezamos a hacer hace muchos años”, explicó Silvio el 26 de mayo de 2015 en el CCK de Buenos Aires, al presentar el libro Por todo espacio, por este tiempo, con testimonios de la “Gira por los barrios”. “Así fue como empezamos a cantar: en casa, en los patios, en zaguanes, en escaleras. Ese instinto primigenio nunca lo abandonamos”, agregó el creador de Unicornio, Ojalá, La maza, Te doy una canción, Como esperando abril, Sueño con serpientes, Rabo de nube, Canción del elegido, El necio, entre tantas canciones que plasmó en 18 discos de estudio, varios en vivo (y cientos aún inéditas).

Pareciera que Silvio Rodríguez estuvo siempre en el aire de Latinoamérica. Pero fue hace 41 años cuando editó su primer disco, Días y flores, poniendo en diálogo la trova tradicional y los cruces de jazz y rock del Grupo de Experimentación Sonora del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica (ICAIC). Allí comenzaba su carrera solista irrefrenable. Para Silvio, que ama a Los Beatles tanto como a la vieja trova y el son, las canciones no sólo sirven para entretener sino para transformar a la sociedad. Antes, a sus 15 años se sumó a las Brigadas de Alfabetización a campesinos cubanos, y en 1962 entró en la revista Mella como dibujante: allí recibió sus primeras lecciones de guitarra.

Veinte años después editaba su quinto disco Unicornio, con el tema del mismo título y Canción urgente para Nicaragua, con las que logró repercusión internacional. En 1984 llegaría a Buenos Aires junto a Pablo Milanés. En plena primavera democrática grabó el disco En vivo en Argentina junto a Víctor Heredia, Cuarteto Zupay, Piero, León Gieco, Antonio Tarragó Ros y César Isella. Mercedes Sosa ya interpretaba sus temas: desde entonces, Silvio Rodríguez es uno de los artistas más esperados y amados aquí. En los años ‘90 tuvo otro gran hito con su trilogía de discos Silvio, Rodríguez y Domínguez. Su último disco, hasta hoy, es Amoríos (2015).

El 18 de noviembre, en el concierto 77 de su “Gira por los barrios” en la Plaza del Cristo, en La Habana Vieja invitó a la joven rapera chilena Ana Tijoux, y fue acompañado por el Trío Trovarroco (donde toca su compañera, la flautista y clarinetista Niurka González). Lo presentó su amigo, el poeta y cineasta Víctor Casaus, y Vicente Feliú le entregó el Premio “Noel Nicola” por su labor de trovador.

¿Vísperas de cumpleaños? Apenas una semana después, la historia cubana tuvo un cimbronazo: murió Fidel Castro, y fue escueto en sus dichos (ver Un ser humano extraordinario).

Lejos de las polémicas y de los detractores, las canciones eternas de Silvio Rodríguez siguen estando adelante de todo.

La muerte de Fidel Castro. “Un ser humano extraordinario”

Al enterarse del fallecimiento de Fidel Castro, en su propio blog “Segunda Cita” Silvio Rodríguez escribió: “Mis hondas condolencias a sus familiares, al pueblo de Cuba, al Mundo y a todo el Universo por la pérdida de uno de los seres humanos más extraordinarios de todos los tiempos”. Y nada más.

Destino

Autor: Leonard Cohen

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Quiero que tu cálido cuerpo desaparezca
educadamente y me deje solo en la bañera
porque quiero considerar mi destino.
¡Destino! ¿por qué me encuentras en esta bañera
ocioso, solo, sin lavar, sin siquiera
la intención de lavarme excepto en el último momento?
¿Por qué no me encuentras en lo alto de un poste de teléfonos,
reparando las líneas que van de ciudad a ciudad?
¿Por qué no me encuentras cabalgando a través de Cuba,
un hombre gigantesco con un machete rojo?
¿Por qué no me encuentras explicando máquinas
a pupilos poco privilegiados, españoles negroides,
contentos de que no sea un cursillo sobre escritura creativa?
Vuelve aquí pequeño y cálido cuerpo,
es la hora de otro día.
El destino ha huido y yo te elijo a ti
que me encontraste mirándote fijamente en un almacén
una tarde hace cuatro años
y has dormido conmigo desde entonces.
¿Qué te parecen mis ojos de pescador después de todo este tiempo?
¿Soy lo que esperabas?
¿Acaso estamos demasiado tiempo juntos?
¿Acaso se avergonzó el destino ante la doble toalla turca,
nuestro conocimiento de nuestras pieles,
nuestro amor que es proverbial en todo el bloque,
nuestro acuerdo de que en cuestiones espirituales
yo debo ser el Hombre del Destino
y tú la Mujer de la Casa?

Preguntas a la hora del té

Autor. Nicanor Parra

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Este señor desvaído parece
Una figura de un museo de cera;
Mira a través de los visillos rotos:
Qué vale más, ¿el oro o la belleza?,
¿Vale más el arroyo que se mueve
O la chépica fija a la ribera?
A lo lejos se oye una campana
Que abre una herida más, o que la cierra:
¿Es más real el agua de la fuente
O la muchacha que se mira en ella?
No se sabe, la gente se lo pasa
Construyendo castillos en la arena.
¿Es superior el vaso transparente
A la mano del hombre que lo crea?
Se respira una atmósfera cansada
De ceniza, de humo, de tristeza:
Lo que se vio una vez ya no se vuelve
A ver igual, dicen las hojas secas.
Hora del té, tostadas, margarina.
Todo envuelto en una especie de niebla

Antes del odio

Autor: Miguel Hernández

De “Cancionero y romancero de ausencias” 1941 1942

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Beso soy, sombra con sombra.
Beso, dolor con dolor,
por haberme enamorado,
corazón sin corazón,
de las cosas, del aliento
sin sombra de la creación.
Sed con agua en la distancia,
pero sed alrededor.

Corazón en una copa
donde me la bebo yo,
y no se lo bebe nadie,
nadie sabe su sabor.
Odio, vida: ¡cuánto odio
sólo por amor!

No es posible acariciarte
con las manos que me dio
el fuego de más deseo,
el ansia de más ardor.
Varias alas, varios vuelos
abaten en ellas hoy
hierros que cercan las venas
y las muerden con rencor.
Por amor, vida, abatido,
pájaro sin remisión.
Sólo por amor odiado,
sólo por amor.

Amor, tu bóveda arriba
y yo abajo siempre, amor,
sin otra luz que estas ansias,
sin otra iluminación.
Mírame aquí encadenado,
escupido, sin calor
a los pies de la tiniebla
más súbita, más feroz,
comiendo pan y cuchillo
como buen trabajador
y a veces cuchillo sólo,
sólo por amor.

Todo lo que significa
golondrinas, ascensión,
claridad, anchura, aire,
decidido espacio, sol,
horizonte aleteante,
sepultado en un rincón.
Espesura, mar, desierto,
sangre, monte rodador,
libertades de mi alma
clamorosas de pasión,
desfilando por mi cuerpo,
donde no se quedan, no,
pero donde se despliegan,
sólo por amor.

Porque dentro de la triste
guirnalda del eslabón,
del sabor a carcelero
constante y a paredón,
y a precipicio en acecho,
alto, alegre, libre soy.
Alto, alegre, libre, libre,
sólo por amor.

No, no hay cárcel para el hombre.
No podrán atarme. no.
Este mundo de cadenas
me es pequeño y exterior.
¿Quién encierra una sonrisa ?
¿Quién amuralla una voz?
A lo lejos tú, más sola
que la muerte, la una y yo.
A lo lejos tú, sintiendo
en tus brazos mi prisión,
en tus brazos donde late
la libertad de los dos.
Libre soy, siénteme libre.
Sólo por amor.

Epístola de los poetas que vendrán

Autor: Manuel Scorza

poeta

Tal vez mañana los poetas pregunten
por qué no celebramos la gracia de las muchachas;
tal vez mañana los poetas pregunten
por qué nuestros poemas
eran largas avenidas
por donde venía la ardiente cólera.

Yo respondo:
por todas partes oíamos el llanto,
por todas partes nos sitiaba un muro de olas negras.
¿Iba a ser la Poesía
una solitaria columna de rocío?
Tenía que ser un relámpago perpetuo.

Mientras alguien padezca,
la rosa no podrá ser bella;
mientras alguien mire el pan con envidia,
el trigo no podrá dormir;
mientras llueva sobre el pecho de los mendigos,
mi corazón no sonreirá.

Matad la tristeza, poetas.
Matemos a la tristeza con un palo.
No digáis el romance de los lirios.
Hay cosas más altas
que llorar amores perdidos:
el rumor de un pueblo que despierta
¡es más bello que el rocío!
El metal resplandeciente de su cólera
¡es más bello que la espuma!
Un Hombre Libre
¡es más puro que el diamante!

El poeta libertará el fuego
de su cárcel de ceniza.
El poeta encenderá la hoguera
donde se queme este mundo sombrío

El dolor

Autor: León Felipe

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No he venido a cantar
No he venido a cantar, podéis llevaros la guitarra.
No he venido tampoco, ni estoy aquí arreglando mi expediente
para que me canonicen cuando muera.
He venido a mirarme la cara en las lágrimas que caminan hacia el mar,
por el río
y por la nube…
y en las lágrimas que se esconden
en el pozo,
en la noche
y en la sangre…

He venido a mirarme la cara en todas las lágrimas del mundo.
Y también a poner una gota de azogue, de llanto,
una gota siquiera de mi llanto
en la gran luna de este espejo sin límites, donde
[me miren y se reconozcan los que vengan.
He venido a escuchar otra vez esta vieja sentencia en las tinieblas:
Ganarás el pan con el sudor de tu frente
“y la luz con el dolor de tus ojos”.
Tus ojos son las fuentes del llanto y de la luz.

Palabras nunca dichas

Autor: Josè Agustìn Goytisolo

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No sabía decirlas, no podía;
porque jamás las pronunciará antes,
juntas así.
La angustia la mataba,
imposible aguantar aquel anhelo
que era dolor cruel
de tan agudo.
Y las palabras nunca dichas
fueran el único remedio
en  aquel trance
que alteraba su cuerpo:
de la piel, hasta lo más profundo.
Con voz rota ella pide:
¡oh tú, por caridad ayúdame
a decirte que… Palabras