Autor: Juan Ramón Jiménez

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XIV

JUEGOS DEL ANOCHECER

CUANDO, en el crepúsculo del pueblo, Platero y yo entramos, ateridos, por la obscuridad morada de la calleja miserable que da al río seco, los niños pobres juegan á asustarse, fingiéndose mendigos. Uno se echa un saco á la cabeza, otro dice que no ve, otro se hace el cojo…

Después, en ese brusco cambiar de la infancia, como llevan unos zapatos y un vestido, y como sus madres, ellas sabrán cómo, les han dado algo de comer, se creen unos príncipes:

—Mi padre tiene un reloj de plata

—Y el mío, un caballo.

—Y el mío, una escopeta.

Reloj que levantará á la madrugada, escopeta que no matará el hambre, caballo que llevará á la miseria…

El corro, luego. Entre tanta negrura, una niña, con voz débil, hilo de cristal acuoso en la sombra, canta entonadamente, cual una princesa:

Yo soy la viudita

del Conde de Oré…

…¡Sí, sí! ¡Cantad, soñad, niños pobres! Pronto, al amanecer vuestra adolescencia, la primavera os asustará, como un mendigo, enmascarada de invierno.

—Vamos, Platero…

XV

AMISTAD

NOS entendemos bien. Yo lo dejo ir á su antojo, y él me lleva siempre adonde quiero.

Sabe Platero que, al llegar al pino de la Corona, me gusta acercarme á su tronco y acariciárselo, y mirar al cielo al través de su enorme y clara copa; sabe que me deleita la veredilla que va, entre céspedes, á la fuente vieja; que es para mí una fiesta ver el río desde la colina de los pinos, evocadora, de un paraje clásico. Como me adormile, seguro, sobre él, mi despertar se abre siempre á uno de tales amables espectáculos.

Yo trato á Platero cual si fuese un niño. Si el camino se torna fragoso y le peso un poco, me bajo para aliviarlo. Lo beso, lo engaño, lo hago rabiar… Él comprende bien que lo quiero, y no me guarda rencor. Es tan igual á mí, que he llegado á creer que sueña mis propios sueños.

Platero se me ha rendido como una adolescente apasionada. De nada protesta. Sé que soy su felicidad. Hasta huye de los burros y de los hombres…

XVI

LA NOVIA

EL claro viento del mar sube por la cuesta roja, llega al prado del cabezo, ríe entre las tiernas florecillas blancas; después, se enreda por los pinetes sin limpiar y mece las encendidas telarañas celestes, rosas, de oro… Toda la tarde es ya viento marino. Y el sol y el viento ¡dan un blando bienestar al corazón!

Platero me lleva, contento, ágil, dispuesto. Se dijera que no le peso. Subimos, como si fuésemos cuesta abajo, á la colina. A lo lejos, una cinta brillante, incolora, vibra, entre Los últimos pinos, en un aspecto de paisaje isleño. En los prados verdes, allá abajo, saltan los asnos trabados, de mata en mata.

Un estremecimiento primaveral vaga por las cañadas. De pronto, Platero, yergue las orejas, dilata las levantadas narices, replegándolas hasta los ojos y dejando ver las grandes habichuelas de sus dientes amarillos. Está respirando largamente, de los cuatro vientos, no sé qué honda esencia que debe transirle el corazón. Sí. Ahí tiene ya, en otra colina, fina y gris sobre el cielo azul, á la amada. Y dobles rebuznos, sonoros y largos, rompen con su trompetería la hora luminosa y caen luego en gemelas cataratas.

He tenido que contrariar los instintos amables de mi pobre Platero. La bella novia del campo lo ve pasar, triste como él, con sus ojazos de azabache cargados de estampas. ¡Inútil pregón misterioso, que ruedas brutalmente por las margaritas!

Y Platero trota indócil, intentando á cada instante volverse, con un reproche en su trotecillo menudo:

—Parece mentira, parece mentira, parece mentira…

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