Hasta luego

Autor: Nicanor Parra

Ha llegado la hora de retirarse
Estoy agradecido de todos
Tanto de los amigos complacientes
Como de los enemigos frenéticos
¡Inolvidables personajes sagrados!

Miserable de mí
Si no hubiera logrado granjearme
La antipatía casi general:
¡Salve perros felices
Que salieron a ladrarme al camino!
Me despido de ustedes
Con la mayor alegría del mundo.

Gracias, de nuevo, gracias
Reconozco que se me caen las lágrimas
Volveremos a vernos
En el mar, en la tierra donde sea.
Pórtense bien, escriban
Sigan haciendo pan
Continúen tejiendo telarañas
Les deseo toda clase de parabienes:
Entre los cucuruchos
De esos árboles que llamamos cipreses
Los espero con dientes y muelas.

Llegó tan hondo el beso…

Autor: Miguel Hernández

Llegó tan hondo el beso
que traspasó y emocionó los muertos.
El beso trajo un brío
que arrebató la boca de los vivos.
El hondo beso grande
sintió breve los labios al ahondarse.
El beso aquel que quiso
cavar los muertos y sembrar los vivos.

Alma música

Autor: Nicolás Guillén

Yo soy borracho. Me seduce el vino
luminoso y azul de la Quimera
que pone una explosión de Primavera
sobre mi corazón y mi destino.
Tengo el alma hecha ritmo y armonía;
todo en mi ser es música y es canto,
desde el réquiem tristísimo de llanto
hasta el trino triunfal de la alegría.

Y no porque la vida mi alma muerda
ha de rimar su ritmo mi alma loca:
aun mas que por la mano que la toca
la cuerda vibra y canta porque es cuerda.
Así, cuando la negra y dura zarpa
de la muerte destroce el pecho mío,
mi espíritu ha de ser en el vacío
cual la postrera vibración de un arpa.
Y ya de nuevo en el astral camino
concretara sus ansias de armonía
en la cascada de una sinfonía,
o en la alegría musical de un trino.

El silencio de las sirenas

Autor: Frank Kafka

Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba:

Para protegerse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con alegría inocente.

Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.

En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción.

Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.

Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.

Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.

La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.

 

Imágen: Ulises y las sirenas, grabado que imita una vasija griega antigua (siglo XIX)

Encuentros

Autor: Darío Jaramillo Agudelo

 

Afuera el frío viento
el ocre del sol en el crepúsculo,
el azul de un solo tono en todo el cielo,
y tú lejos,
y tú lejos.
* * * * *
Apuro esta euforia,
como un vino escaso la apuro hasta sus más íntimos delirios.
Perfume preciso que aletea en la alcoba,
aroma de la expulsión de los demonios,
viento fresco el cuerpo del amor.
Ajeno a toda zozobra
me convierto en brizna de la nada entre el amor,
oh alegría, azúcar de mi noche.
* * * * *
Arrodillado te degusto
te lamo y lamo
olfateo cada parte de ti
te aprendo con labios y nariz
te estremezco y ensalzo
subo y bajo
lengua de pezón a pubis
lengua de boca a oreja
interminable.

Preguntas

Autor: Juan Gelman

ya que navegas por mi sangre y conoces mis límites y me despiertas en la mitad del día para
acostarme en tu recuerdo y eres furia de mí paciencia para mí dime qué diablos hago por qué
te necesito quién eres muda sola recorriéndome razón de mi pasión por qué quiero llenarte
solamente de mí y abarcarte acabarte mezclarme a tus huesitos y eres única patria contra las
bestias el olvido

ENTONCES Y ADEMÁS

Autor: Blas de Otero

Cuando el llanto, partido en dos mitades,

cuelga, sombríamente, de las manos,

y el viento, vengador, viene y va, estira

el corazón, ensancha el desamparo.

Cuando el llanto, tendido como un llanto

silencioso, se arrastra por las calles

solitarias, se enreda entre los pies,

y luego suavemente se deshace.

Cuando morir es ir donde no hay nadie,

nadie, nadie; caer, no llegar nunca,

nunca, nunca; morirse y no poder

hablar, gritar, hacer la gran pregunta.

Cuando besar una mujer desnuda

sabe a ceniza, a bajamar, a broza,

y el abrazo final es esa franja

sucia que deja, en bajamar, la ola.

Entonces, y también cuando se toca

con las dos manos el vacío, el hueco,

y no hay donde apoyarse, no hay columnas

que no sean de sombra y de silencio.

Entonces, y además cuando da miedo

ser hombre, y estar solo es estar solo,

nada más que estar solo, sorprenderse

de ser hombre, ajenarse: ahogarse sólo.

 

LA MUERTE ES UN PAÍS EN DONDE NO SE PUEDE VIVIR,

Autor: Oliverio Girondo

El 31 de febrero, a las nueve y cuarto de la noche, todos los habitantes de la ciudad se convencieron que la muerte es ineludible.

Enfocada por la atención de cada uno, esta evidencia, que por lo general lleva una vida de araña en los repliegues de nuestras circunvoluciones, tendió su tela en todas las conciencias, se derramó en los cerebros hasta impregnarlos como a una esponja.

Desde ese instante, las similitudes más remotas sugerían, con tal violencia, la idea de la muerte, que bastaba hallarse ante una lata de sardinas —por ejemplo— para recordar el forro de los féretros, o fijarse en las piedras de una vereda, para descubrir su parentesco con las lápidas de los sepulcros. En medio de una enorme consternación, se comprobó que el revoque de las fachadas poseía un color y una composición idéntica a la de los huesos, y que así como resultaba imposible sumergirse en una bañadera, sin ensayar la actitud que se adoptaría en el cajón, nadie dejaba de sepultarse entre las sábanas, sin estudiar el modelado que adquirirían los repliegues de su mortaja.

El corazón, sobre todo, con su ritmo isócrono y entrañable, evocaba las ideas más funerarias, como si el órgano que simboliza y alimenta la vida sólo tuviera fuerzas para irrigar sugestiones de muerte. Al sentir su tic-tac sobre la almohada, quien no llorara la vida que se le iba yendo a cada instante, escuchaba su marcha como si fuese el eco de sus pasos que se encaminaran a la tumba, o lo que es peor aun, como si oyese el latido de un aldabón que llamara a la muerte desde el fondo de sus propias entrañas.

La urgencia de liberarse de esta obsesión por lo mortuorio, hizo que cada cual se refugiara —según su idiosincrasia— ya sea en el misticismo o en la lujuria. Las iglesias, los burdeles, las posadas, las sacristías se llenaron de gente. Se rezaba y se fornicaba en los tranvías, en los paseos públicos, en medio de la calle…

Borracha de plegarias o de aguardiente, la multitud abusó de la vida, quiso exprimirla como si fuese un limón, pero una ráfaga de cansancio apagó, para siempre, esa llama rada de piedad y de vicio.

Los excesos del libertinaje y de la devoción habían durado lo suficiente, sin embargo, como para que se demacraran los cuerpos, como para que los esqueletos adquiriesen una importancia cada día mayor. Sin necesidad de aproximar las manos a los focos eléctricos, cualquiera podía instruirse en los detalles más íntimos de su configuración, pues no sólo se usufructuaba de una mirada radiográfica, sino que la misma carne se iba haciendo cada vez más traslúcida, como si los huesos, cansados de yacer en la oscuridad, exigieran salir a tomar sol. Las mujeres más elegantes —por lo demás— implantaron la moda de arrastrar enormes colas de crespón y no contentas con pasearse en coches fúnebres de primera, se ataviaban como un difunto, para recibir sus visitas sobre su propio túmulo, rodeadas de centenares de cirios y coronas de siemprevivas.
Inútilmente se organizaron romerías, kermeses, fiestas populares. Al aspirar el ambiente de la ciudad, los músicos, contratados en las localidades vecinas, tocaban los “charlestons” como si fuesen marchas fúnebres, y las parejas no podían bailar sin que sus movimientos adquiriesen una rigidez siniestra de danza macabra. Hasta los oradores especialistas en exaltar la voluptuosidad de vivir resultaron de una perfecta ineficacia, pues no solo los tópicos más experimentados adquirían, entre sus labios, una frigidez cadavérica, sino que el auditorio sólo abandonaba su indiferencia para gritarles: “¡Muera ese resucitado verborrágico! ¡A la tumba ese bachiller de cadáver!”

Esta propensión hacia lo funerario, hacia lo esqueletoso, ¿podía dejar de provocar, tarde o temprano, una verdadera epidemia de suicidios?

En tal sentido, por lo menos, la población demostró una inventiva y una vitalidad admirables. Hubo suicidios de todas las especies, para todos los gustos; suicidios colectivos, en serie, al por mayor. Se fundaron sociedades anónimas de suicidas y sociedades de suicidas anónimos. Se abrieron escuelas preparatorias al suicidio, facultades que otorgaban título “de perfecto suicida”. Se dieron fiestas, banquetes, bailes de máscaras para morir. La emulación hizo que todo el mundo se ingeniase en hallar un suicidio inédito, original. Una familia perfecta —una familia mejor organizada que un baúl “Innovación”— ordenó que la enterrasen viva, en un cajón donde cabían, con toda comodidad, las cuatro generaciones que la adornaban. Ochocientos suicidas, disfrazados de Lázaro, se zambulleron en el asfalto, desde el veinteavo piso de uno de los edificios más céntricos de la ciudad. Un “dandy”, después de transformar en ataúd la carrocería de su automóvil, entró en el cementerio, a ciento setenta kilómetros por hora, y al llegar ante la tumba de su querida se descerrajó cuatro tiros en la cabeza.

El desaliento público era demasiado intenso, sin embargo, como para que pudiera persistir ese ímpetu de aniquilamiento y exterminio. Bien pronto nadie fue capaz de beber un vasito de estricnina, nadie pudo escarbarse las pupilas con una hoja de “gillette”. Una dejadez incalificable entorpecía las precauciones que reclaman ciertos procesos del organismo. El descuido amontonaba basuras en todas partes, transformaba cada rincón en un paraíso de cucarachas. Sin preocuparse de la dignidad que requiere cualquier cadáver, la gente se dejaba morir en las posturas más denigrantes. Ejércitos de ratas invadían las casas con aliento de tumba. El silencio y la peste se paseaban del brazo, por las calles desiertas, y ante la inercia de sus dueños —ya putrefactos— los papagayos sucumbían con el estómago vacío, con la boca llena de maldiciones y de malas palabras.

Una mañana, los millares y millares de cuervos que revoloteaban sobre la ciudad —oscureciéndola en pleno día— se desbandaron ante la presencia de una escuadrilla de aeroplanos.

Se trataba de una misión con fines sanitarios, cuyo rigor científico implacable se evidenció desde el primer momento.Sin aproximarse demasiado, para evitar cualquier peligro de contagio, los aviones fumigaron las azoteas con toda clase de desinfectantes, arrojaron bombas llenas de vitaminas, confetis afrodisíacos, globitos hinchados de optimismo, hasta que un examen prolijo demostró la inutilidad de toda profilaxis, pues al batir el record mundial de defunciones, la población se había reducido a seis o siete moribundos recalcitrantes. Fue entonces —y sólo después de haber alcanzado esta evidencia— cuando se ordenó la destrucción de la ciudad y cuando un aguacero de granadas, al abrasarla en una sola llama, la redujo a escombros y a cenizas, para lograr que no cundiera el miasma de la certidumbre de la muerte.

EL PUEBLO DE LOS GATOS

Autor: Haruki Murakami

Tomado de 1Q84

El joven viajaba solo, a su gusto, con una única maleta como equipaje. No tenía un destino. Se subía al tren, viajaba y, cuando encontraba un lugar que le atraía, se apeaba. Buscaba alojamiento, visitaba el pueblo y permanecía allí cuanto quería. Si se hartaba, volvía a subirse al tren. Así era como pasaba siempre sus vacaciones.

Desde la ventana del tren se veía un hermoso río serpenteante, a lo largo del cual se extendían elegantes colinas verdes. En la falda de aquellas colinas había un pueblecillo en el que se respiraba un ambiente de calma. Tenía un viejo puente de piedra. Aquel paisaje lo cautivó. Allí quizá podría probar deliciosos platos de trucha de arroyo. Cuando el tren se detuvo en la estación, el joven se apeó con su maleta. Ningún otro pasajero se bajó allí. El tren partió inmediatamente después de que se hubiera bajado.

En la estación no había empelados. Debía ser una estación poco transitada. El joven atravesó el puente de piedra y caminó hasta el pueblo. Estaba completamente en silencio. No se veía a nadie. Todos los comercios tenían las persianas bajadas y en el ayuntamiento no había ni un alma. En la recepción del único hotel del pueblo tampoco había nadie. Llamó al timbre, pero nadie acudió. Parecía un pueblo deshabitado. A lo mejor todos estaban echando la siesta. Pero todavía eran las diez y media de la mañana. Demasiado temprano para echar una siesta. O quizá, por algun motivo, la gente había abandonado el pueblo y se había marchado. En cualquier caso, hasta la mañana siguiente no llegaría el próximo tren, así que no le quedaba más remedio que pasar allí la noche. Para matar el tiempo, se paseó por el pueblo sin rumbo fijo.

Pero en realidad aquél era el pueblo de los gatos. Cuando el sol se ponía, numerosos gatos atravesaban el puente de piedra y acudían a la ciudad. Gatos de diferentes tamaños y diferentes especies. Aunque más grandes que un gato normal, segúian siendo gatos. Sorprendido al ver aquello, el joven subió deprisa al campanario que había enmedio del pueblo y se escondió. Como si fuera algo rutinario, los gatos abrieron las persianas de las tiendas, o se sentaron delante de los escritorios del ayuntamiento, y cada uno empezó su trabajo. Al cabo de un rato, un grupo aún más numeroso de gatos atravesó el puente y fue a la ciudad. Unos entraban en los comercios y hacían la compra, iban al ayuntamiento y despachaban papeleo burocrático o comían en el restaurante del hotel. Otros bebían cerveza en las tabernas y cantaban alegres canciones gatunas. Unos tocaban el acordeón y otros bailaban al compás. Al poseer visión nocturna, apenas necesitaban luz, pero gracias a que aquella noche la luna llena iluminaba hasta el último rincón del pueblo, el joven pudo observarlo todo desde lo alto del campanario. Cerca del amanecer, los gatos cerraron las tiendas, ultimaron sus respectivos trabajos y ocupaciones y fueron regresando a su lugar de origen atravesando el puente.

Al amanecer los gatos ya se habían ido y el pueblo se había quedado desierto de nuevo, entonces el joven bajó, se metió en una cama del hotel y durmió todo cuanto quiso. Cuando le entró el hambre, se comió el pan y el pescado que habían sobrado en la cocina del hotel. Luego, cuando a su alrededor todo empezó a oscurecer, volvió a esconderse en lo alto del campanario y observó hasta el albor el compartamiento de los gatos. El tren paraba en la estación antes del mediodía y antes del atardecer. Si se subía en el de la mañana, podría continuar su viaje, y si se subía en el de la tarde, podría regresar al lugar del que procedía. Ningún pasajero se apeaba ni nadie cogía el tren en aquella estación. Y sin embargo el ferrocarril siempre se detenía cumplidamente y partía un minuto después. Por lo tanto, si así lo deseara, podría subirse al tren y abandonar el pueblo de los gatos en cualquier momento. Pero no quiso. Era joven, sentía una profunda curiosidad y estaba lleno de ambición y de ganas de vivir aventuras. Deseaba seguir observando aquel enigmático pueblo de los gatos. Quería saber, si era posible, desde cuándo habían ocupado los gatos aquel pueblo, cómo funcionaba el pueblo y qué demonios hacían ahí aquellos animales. Nadie más, aparte de él, debía haber sido testigo de aquel misterioso espectáculo.

A la tercera noche, se armó cierto revuelo en la plaza que había bajo el campanario. «¿Qué es eso ¿No os huele a humano?», soltó uno de los gatos. «Pues ahora que lo dices, últimamente tengo la impresión de que huele raro», asintió olfateando uno de ellos. «La verdad es que yo también lo he notado», añadió otro. «¡Qué raro! Porque no creo que haya venido ningún ser humano», comentó otro de los gatos. «Si, tienes razón. No es posible que un ser humano haya entrado en el pueblo de los gatos». «Pero no cabe duda de que huele a uno de ellos.»

Los gatos formaron varios grupos e inspeccionaron hasta el último rincón del pueblo, como una patrulla vecinal. Cuando se lo toman en serio, los gatos tienen un olfato excelente. No tardaron mucho en darse cuenta de que el olor procedía de lo alto del campanario. El joven oía cómo sus blandas patas subían ágilmente por las escaleras del campanario. «¡Esto es el fin!», pensó. Los gatos parecían muy excitados y enfadados por el olor a humano. Tenían las uñas grandes y aguzadas y los dientes blancos y afilados. Además, aquel era un pueblo en el que los seres humanos no debían adentrarse. No sabía qué suerte le esperaría cuando lo encontraran, pero no creía que fueran a permitirle irse de allí habiendo descubierto el secreto.

Tres de los gatos subieron hasta el campanario y se pusieron a olfatear. «¡Qué extraño!», dijo uno sacudiendo sus largos bigotes. «Aunque huele a humano, no hay nadie». «¡Sí que es raro», comentó otro. «En todo caso, aquí no hay nadie. Busquemos en otra parte».«¡Esto es de locos!». Movieron extrañados la cabeza y se fueron. Los gatos bajaron las escaleras sin hacer ruido y se esfumaron en medio de la oscuridad nocturna. El joven soltó un suspiro de alivio; a él también le parecía de locos. Los gatos y él habían estado literalmente a un palmo de distancia en un lugar angosto. No habría podido escapárseles. Y sin embargo, parecían no haberlo visto. El joven examinó sus manos. «Las estoy viendo. No me he vuelto invisible. ¡Qué raro! En cualquier caso, por la mañana iré hasta la estación y me marcharé de este pueblo en el primer tren. Quedarme aquí es demasiado peligroso. La suerte no puede durar siempre».

Pero al dia siguiente, el tren de la mañana no se detuvo en la estación. Pasó delante de sus ojos sin disminuir siquiera la velocidad. Lo mismo ocurrió con el tren de la tarde. Se veía al conductor en su asiento y los rostros de los pasajeros al lado de las ventanillas. Pero el tren no dio señales de que fuera a pararse. Era como si la silueta del joven que esperaba el tren no se reflejara en los ojos de la gente. O como si fuera la estación la que no se reflejara. Cuando el tren de la tarde desapareció a lo lejos, a su alrededor se hizo un silencio absoluto, como nunca antes había sentido. Entonces, el sol empezó a ponerrse. «Va siendo hora de que los gatos aparezcan.» El joven supo que se había perdido. «Este no es el pueblo de los gatos», se dio cuenta al fin. Aquel era el lugar en el que debía perderse. Un lugar ajeno a este mundo que habían dispuesto para él. Y el tren jamás volvería a detenerse en aquella estación para llevarlo a su mundo de origen.

Arquitectos del faraón, los constructores de Egipto

Los colosos de Memnón

Estas dos enormes estatuas del faraón Amenhotep III, erosionadas por el tiempo, son todo lo que queda del templo funerario que Amenhotep hijo de Hapu levantó para su señor en Tebas oeste.

 

Pirámides, tumbas y majestuosos templos para reyes y dioses son el grandioso legado que nos han dejado los arquitectos y constructores del antiguo Egipto

En el antiguo Egipto, la arquitectura no podía concebirse sino al servicio de la religión. Los arquitectos, como los escribas, pintores, escultores o médicos, adquirían sus conocimientos en las «casas de vida», escuelas adscritas a los templos y centros culturales que dictaban las normas a seguir en todas las disciplinas. Ello explica que los arquitectos ostentasen títulos religiosos, a menudo más importantes que el de su actividad constructiva.

Además, los grandes arquitectos, los que estaban a cargo de las obras de la realeza, no sólo se ocupaban de proyectar tumbas y santuarios, sino que, como indicaba su cargo, eran los «directores de todas las obras del rey». Ello incluía la planificación de presas y canales, así como la elección de las piedras más idóneas para las colosales estatuas del faraón. Si se observa la estrecha relación entre la arquitectura religiosa y las estatuas destinadas a cada templo en particular, se aprecia que ambas disciplinas se complementaban. La arquitectura estaba al servicio de la estatuaria y viceversa, formando un todo armonioso surgido de una única mente rectora.

Amenhotep hijo de Hapu

En esta estatua, Amenhotep está representado como un escriba. Dinastía XVIII. Museo Egipcio, El Cairo.

 

Este condicionante religioso se manifestaba en todos los campos del quehacer arquitectónico. Obviamente, los templos, considerados como «la casa del dios», estaban impregnados de un alto contenido espiritual –no compartido con el pueblo, ya que el acceso a los santuarios siempre estuvo vedado al conjunto de los fieles–. Pero es que también las tumbas, tanto reales como civiles, eran consideradas «casas de eternidad», ya que, en sus capillas, el ka o aliento vital del difunto recibía las ofrendas necesarias para su supervivencia en el Más Allá. También las casas particulares tenían un componente religioso. Por ejemplo, los obreros del faraón que vivían en el poblado de Deir el-Medina disponían de una habitación en la que rendían culto a sus ancestros familiares, la misma en la que tenían lugar los nacimientos, con lo que se creaba una continuidad entre vivos y muertos tutelada por la divinidad.

Todo el mérito para el faraón

La paternidad de las construcciones, por otro lado, no se atribuía a los arquitectos, sino al rey. Eran el faraón y la diosa Seshat –esposa de Thot y, como éste, deidad de la escritura y los cálculos– quienes marcaban sobre el terreno los límites del futuro santuario. Luego, al menos a partir del Imperio Nuevo, el rey dirigía los trabajos iniciales de la cimentación y modelaba, siguiendo un ritual establecido, los ladrillos que marcaban los ángulos principales del templo. Finalmente, las construcciones eran ofrecidas a los dioses por el faraón, como obras personales del monarca. De este modo, una operación humana se elevaba al plano espiritual gracias a la intervención divina.

Aunque en la historia egipcia se menciona a muchos arquitectos, sólo algunos alcanzaron auténtico renombre. Hemyunu ostentó los títulos de «hijo real», «visir» y «director de todos los trabajos del rey». Como vivió bajo el reinado de Keops, durante la dinastía IV, muchos egiptólogos le consideran autor del proyecto de la pirámide de este rey y director de su construcción, aunque no existe ningún documento concreto que así lo atestigüe. Hemyunu se hizo enterrar en la gran mastaba G4000 de Gizeh, cerca de la pirámide de su señor.

El faraón constructor

Retrato de Amenhotep III en la tumba del escriba real Haemhet. Dinastía XVIII. Museo Egipcio, Berlín.

Proyectos grandiosos

En el Imperio Nuevo, durante la dinastía XVIII, el arquitecto Ineni tuvo una dilatada vida profesional, ya que proyectó obras bajo los reinados de los faraones Amenhotep I, Tutmosis I, Tutmosis II, Tutmosis III y Hatshepsut. Precisamente para esta última reina construyó la tumba KV20, la de mayor longitud excavada en el Valle de los Reyes, sin contar la de Seti I, prolongada por un túnel inconcluso. Aunque quizás Ineni sea más recordado por una frase que se le atribuye a raíz de la construcción de la tumba de Tutmosis I, probablemente la misma KV20, de la que el arquitecto real dice que hizo el trabajo «sin que nadie lo viese, sin que nadie lo oyese»; seguramente hacía referencia al secreto que debía rodear la construcción de una tumba real. Otro arquitecto de Hatshepsut, Sen-en-Mut, que probablemente fue su amante, construyó para la reina su templo funerario en Deir el-Bahari, además de ser el preceptor de la princesa Neferure.

Kha, por su parte, fue un arquitecto real destacado en Deir el-Medina, cuya tumba intacta, TT8, fue hallada por Ernesto Schiaparelli en 1906. Su ajuar funerario, conservado en el Museo Egipcio de Turín, muestra el alto estatus social de los arquitectos durante el Imperio Nuevo. Otro personaje interesado en la arquitectura fue Khaemuaset, cuarto hijo de Ramsés II y segundo de la reina Isetnofret, que ostentó el título de Gran Jefe de los artesanos de Ptah, la máxima jerarquía del clero de Menfis. Proyectó las primeras galerías del Serapeum de Menfis, el lugar de descanso de los sagrados bueyes Apis, y restauró las pirámides del Imperio Antiguo en nombre de su padre, por lo que se le considera el primer egiptólogo de la historia.

Pero con todo, ninguno de ellos logró nunca igualar la fama de dos arquitectos que con el tiempo llegaron incluso a ser deificados: el primero de ellos es Imhotep, que fue arquitecto del rey Djoser durante la dinastía III, en los albores de Egipto, y el otro es Amenhotep hijo de Hapu, director de los trabajos del rey Amenhotep III, durante la dinastía XVIII.

Templo de Seti en Abydos

En Abydos, centro del culto a Osiris, Seti I erigió un templo, terminado por Ramsés II, en el que se grabó una lista de todos los reyes de Egipto.

 

Arquitectos y dioses

Imhotep construyó para su rey un grandioso recinto funerario en cuyo interior se elevaban al cielo seis gigantescos peldaños: la primera pirámide escalonada levantada en Egipto que, junto al resto del recinto, es la más antigua construcción del mundo hecha en piedra labrada. El diseño de algunas de sus columnas prefiguraba, a dos mil años de distancia, el orden dórico griego, y tan insólita era la arquitectura de este recinto que cuando Cecil M. Firth lo descubrió en 1924 pensó que se trataba de una obra grecorromana. En el templo ptolemaico de Edfú, construido miles de años después, una inscripción relataba que este santuario fue edificado según las directrices milenarias de Imhotep. Su fama de hombre sabio le ascendió al Olimpo griego como el dios de la medicina Asclepio, y más tarde al romano como Esculapio. Su tumba, todavía no descubierta, sigue siendo el objetivo principal de muchas misiones arqueológicas que operan en las arenas de Saqqara.

Templo de Luxor

Uno de los más grandes arquitectos del Imperio Nuevo, Amenhotep hijo de Hapu, concibió el templo de Luxor para su faraón, Amenhotep III. En la imagen, patio erigido en tiempos de Ramsés II en el mismo templo.

 

Más de mil años después de Imhotep, Amenhotep hijo de Hapu concibió el templo de Luxor, bajo el reinado de Amenhotep III, en la dinastía XVIII, edificio que fijó el canon definitivo del templo egipcio. Él fue el encargado de elegir los bloques de cuarcita roja en la cantera de Gebel el-Ahmar, bloques con los que se esculpirían los famosos Colosos de Memnón, que presidieron el templo funerario de Amenhotep III en la orilla occidental de Tebas, la moderna Luxor. Por ello fue premiado por Amenhotep III con un templo para su culto funerario, privilegio sólo reservado a los faraones y a contadas reinas. Además, varias de sus estatuas, que recibieron culto popular, fueron colocadas en el recinto de Amón, en el de la diosa Mut y en el santuario de Khonsu, en Karnak. En una de ellas, Amenhotep declara que ha alcanzado la edad de la santidad, fijada religiosamente en ciento diez años, aunque sólo es pura retórica, ya que el ilustre arquitecto murió a los ochenta años, aun así una edad extraordinaria en aquella época.

La pirámide de Kefrén

La construcción de las grandes pirámides de Gizeh fue una empresa titánica. La de Kefrén es la segunda en tamaño y la única que conserva parte de su revestimiento de piedra caliza.

 

 

Artìculo tomado desde: www.nationalgeographic.com